Las mujeres no pudieron ejercer sus derechos civiles y políticos –lo que solía denominarse como primera generación de los derechos humanos– hasta 1871, cuando cuatro estados norteamericanos (Wyoming, Utah, Colorado y Idaho) establecieron la igualdad de hombres y mujeres blancos y, por primera vez en la historia, pudieron votar (en aquel momento, todavía no se había regulado el sufragio universal para todas las razas). Aún tuvieron que transcurrir cinco décadas para que el 18 de agosto de 1920 la Constitución estadounidense incorporase su decimonovena enmienda: El derecho de sufragio de los ciudadanos de los Estados Unidos no será desconocido ni limitado por los Estados Unidos o por Estado alguno por razón de sexo. Desde aquel momento, el derecho de sufragio –un pilar básico de cualquier democracia: votar– se convirtió en la mayor reivindicación de los movimientos feministas de finales del XIX y principios del siglo XX.
Las pionera Isla de Man (una de las Dependencia de la Corona británica) lo aprobó en 1881, para las elecciones generales; Nueva Zelanda y su petición de 1893, aunque las mujeres no pudieron ser votadas (sufragio pasivo) hasta 1919; Australia en 1902; Finlandia en 1906... o Uruguay, en 1927 (primer país sudamericano); sin embargo, el voto femenino no se generalizó hasta bien entrado el siglo XX, cuando terminó la II Guerra Mundial e incluso más tarde, probablemente, el caso más paradigmático sea el de Suiza que no lo autorizó hasta el 7 de febrero de 1971 (de hecho, fue el último país europeo).
En España, siendo Miguel Primo de Rivera presidente del Directorio Militar, se aprobó el pionero Estatuto municipal (Real decreto-ley de 8 de marzo de 1924); su exposición de motivos fue muy novedosa en aquel tiempo al afirmar que: La fuente originaria de toda soberanía municipal radica en el pueblo: el sufragio debe ser, por ello, su forma de expresión. Pero al suscribir este principio, el Gobierno estima preciso ensanchar sus límites y perfeccionar el procedimiento. Por ello, hacemos electores y elegibles, no sólo a los varones, sino también a la mujer cabeza de familia, cuya exclusión de un Censo que, en fuerza de ser expansivo, acoge a los analfabetos, constituía verdadero ludibrio [escarnio, desprecio, mofa (RAE)]. En la práctica, las mujeres españolas ya pudieron votar en el plebiscito que se realizó entre el 11 y el 13 de septiembre de 1926. De hecho, el diario ABC del miércoles, 8 de septiembre de 1926, se hizo eco de las numerosas consultas acerca de la participación de la mujer en aquel plebiscito nacional, afirmando que -según la Unión Patriótica (el partido en el poder)- (...) Dada la intensa participación de la mujer en todas las actividades de la vida social moderna, se estima que, al otorgarlas esta equiparación de derechos con los demás participantes del plebiscito, no se cumplía un precepto de cortesía, que sería muy grato, sino un deber de justicia, que se reconoce con complacencia. Siguiendo esta senda, tres años más tarde, el anteproyecto de Constitución de Primo de Rivera también previó la existencia del sufragio femenino en 1929, pero esta ley fundamental no llegó ni siquiera a superar las primeras discusiones parlamentarias.
El reconocimiento constitucional se produjo con la proclamación de la II República; y después de una compleja tramitación en la que llegó a proponerse que sólo votaran las mujeres solteras y viudas porque el voto de las casadas podía convertirse en una continua fuente de problemas en los hogares españoles; o que los hombres pudieran votar a los 23 años y las mujeres a los 45 por su deficiente inteligencia. Al final, el 1 de octubre de 1931, la Cámara aprobó la redacción final del Art.36 de la Constitución republicana: Los ciudadanos de uno y otro sexo, mayores de veintitrés años, tendrán los mismos derechos electorales conforme determinen las leyes.
El reconocimiento del voto femenino –un escándalo formidable, según la prensa de la época– contó con 161 votos favorables y 121 en contra; lo que demuestra la dificultad y los problemas que se encontraron sus señorías para sacar adelante este precepto. El mejor ejemplo de aquella tensión lo representaron las dos únicas mujeres diputadas de la Cámara que votaron, para burla de sus compañeros, una a favor del sufragio femenino y la otra en contra.
Clara Campoamor es uno de esos personajes que, desgraciadamente, ha pasado a la Historia con letra pequeña. Esta abogada madrileña, diputada por la candidatura republicano-socialista, fue la responsable de que las mujeres lograran acudir a las urnas y que salieran adelante otras iniciativas para evitar la discriminación por razón de sexo. Murió en Lausana (Suiza) en 1972.
Victoria Kent, en el otro extremo, también fue abogada; esta malagueña, diputada en la Cámara por el partido Radical-Socialista, votó en contra de La Campoamor porque pensaba que las españolas aún no eran lo suficientemente responsables ni estaban preparadas para participar en la vida política y que, influenciadas por la Iglesia, votarían a los partidos conservadores. Murió en Nueva York en 1987.
Parafraseando sus nombres, el esfuerzo de estas mujeres fue una clara victoria de la igualdad y un ejemplo de equilibrio democrático.
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