domingo, 5 de diciembre de 2010

Problemas capitales (I)

A veces no resulta sencillo elegir dónde se van a instalar las sedes de los tres poderes del Estado –ejecutivo, legislativo y judicial– y, como consecuencia, en algunos países se han producido situaciones, cuando menos, incómodas para sus políticas internas. Antes de independizarse, Brasil fue colonia portuguesa, reino con Juan VI, imperio con su hijo Pedro II y, finalmente, república. En ese tiempo, la capitalidad de ese vasto territorio –más de ocho millones y medio de km²– alternó entre Salvador de Bahía y Río de Janeiro donde, al final, se instaló la Corte de los Braganza en 1808 cuando tuvieron que huir de Portugal por la invasión de las tropas de Napoleón. Ambas ciudades tienen –como la mayoría de las grandes urbes brasileñas (Porto Alegre, São Paulo, Recife, Fortaleza o Natal)– el serio inconveniente de su ubicación –periféricas– en relación con el resto del país; por ese motivo, a mediados del siglo XX, las autoridades federales decidieron buscar una solución a este problema creando una nueva capital a partir de la nada que sirviera para dinamizar el interior de la nación, atraer nuevos habitantes a una tierra muy poco poblada (frente a la masificación costera del Atlántico) y generar riqueza si no en el centro exacto de Brasil –habría sido una locura construir en plena selva– sí, al menos, a un lugar muy bien situado, junto al cauce de tres ríos navegables, con un clima templado y el espacio suficiente para que el arquitecto Oscar Niemeyer convirtiera en realidad el diseño urbano de Lucio Costa en torno a la llamada Plaza de los Tres Poderes. El resultado se llamó Brasilia y se inauguró el 21 de abril de 1960.

Más al norte, el Congreso de los Estados Unidos aprobó en 1787 que la capital de la Unión no fuese ninguna ciudad ya existente –como, por ejemplo, Filadelfia– sino una nueva. El propio George Washington eligió aquel lugar pantanoso y lleno de mosquitos a orillas del Potomac, entre Maryland y Virginia, por sus excelentes comunicaciones a medio camino del Norte y el Sur de las 13 primeras colonias. Allí se fundó la ciudad el 16 de julio de 1790. El ingeniero francés Pierre L´Enfant diseñó los planos sobre extensas avenidas en las que, con el tiempo, se levantaron la Casa Blanca -cuya primera piedra se colocó el 12 de octubre de 1792 para conmemorar el tercer centenario del descubrimiento de América-, el Capitolio y los principales monumentos de una capital que, finalmente, en 1791, tomó el apellido del primer presidente: Washington [su otro "apellido", Distrito de Columbia o DC es otro homenaje al almirante Colón].

Al otro lado de los Grandes Lagos, la eterna rivalidad entre Montreal (Quebec) y Toronto (Ontario) llegó a tal extremo que en 1858 el Gobierno canadiense decidió que la pequeña localidad de Bytown, situada junto al río Ottawa en el límite de esas dos regiones, se convirtiera –con esa nueva denominación (procedente de los indios Ottawa)– en la sede del Gobierno y los Ministerios federales, el Parlamento y el Tribunal Supremo de Canadá. Sobre esta ciudad, el periodista y viajero Javier Reverte afirma, con su habitual sentido del humor, que: (...) pese a estar revestida con una austera solemnidad británica, tiene un aire provinciano, como si le viviese grande el traje capitalino (...). Carece de la rotundidad de Toronto -un remedo de Chicago- y de la decidida vocación neoyorquina de Montreal. Tampoco exhibe el retraimiento elitista de la ciudad de Quebec, en el este, ni es tan montaraz como Edmonton, en el oeste. Y no posee desde luego la inmensa luz de Vancouver. Sencillamente, Ottawa es un poco paleta [REVERTE, J. En mares salvajes. Un viaje al Ártico. Barcelona: Plaza & Janés, 2011, p. 39].

En las antípodas, otra ex colonia británica que también pasó por dificultades fue Australia. Para evitar que Sydney (en Nueva Gales del Sur) adquiriese una posición dominante en la Federación que nació el primer día del siglo XX, el Parlamento australiano se instaló en Melbourne (Victoria) en 1901, pero la rivalidad interestatal no disminuyó sino que fue en aumento hasta el punto de que, tan sólo diez años después, se decidió crear una nueva capital y, en 1927, el legislativo ya se había trasladado al Territorio Federal de Camberra, una ciudad-jardín diseñada por el urbanista Walter Griffin para poco más de los 300.000 habitantes que residen allí en la actualidad.

Aunque parezca irreal, el proceso para crear nuevas capitales no ha finalizado con la llegada del siglo XXI. El mejor ejemplo lo encontramos en la fría estepa asiática de Kazajistán donde su líder, Nusultán Nazarbáyev, decidió en 1994 trasladar la sede de Almá-Atá hasta la pequeña ciudad de Akmola, rebautizándola como Astaná (capital, en kazajo) y contratando a las mejores firmas de arquitectos –como Norman Foster– para levantar un inmenso complejo de nuevas construcciones, tan futuristas como colosales. Incluso, en su afán por darse a conocer en todo el mundo, patrocina un equipo ciclista con este nombre.

Brasilia, Wáshington, Otawa, Camberra y Astaná son tan sólo cinco ejemplos de cómo puede hacerse frente al dilema de establecer las sedes de una nación pero, a lo largo de la historia, han existido otros casos: algunos tan famosos como la fundación de San Petersburgo –capital de la Rusia zarista, creada por voluntad de Pedro el Grande en la desembocadura del río Neva para convertirla en una ventana a Europa que sustituyera a la lejana Moscú– y otros menos conocidos a pesar de su cercanía en el tiempo, como Chandigarh –el Fuerte de la diosa Chandi, obra del prestigioso arquitecto suizo Le Corbousier y capital común de dos estados indios (Punjab y Haryana) desde que el primer ministro Nehru decidió construirla en 1947 como símbolo de una India moderna– o Putrajaya, la nueva capital administrativa de Malasia, que se levanta actualmente para sustituir –al parecer, con poco éxito– a Kuala Lumpur.

El último país que ha querido sumarse a esta lista de capitales de estreno ha sido Argelia y, desde hace algunas décadas, se plantea construir la nueva Algería, en pleno desierto, a 200 km al sur de Argel y con diseño de Ricardo Bofill; sin duda, tratando de repetir la fórmula de Doha, Dubái y otros milagros económicos del Golfo Pérsico.

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