A pesar de que las cartas son, probablemente, uno de los juegos más populares de todo el mundo, su origen sigue siendo –todavía– una gran incógnita. Mientras algunos investigadores creen que los naipes surgieron en el Antiguo Egipto a raíz del sagrado Libro de Thoth –de donde también procedería el Tarot– la mayoría sitúa su origen en Oriente, donde evolucionó a partir de otros juegos persas, hindúes, chinos o coreanos (según autores).
En la Península Ibérica, Alfonso X el Sabio recopiló las reglas de diversos juegos –como el ajedrez o los dados– en El libro de los Juegos pero no hizo ninguna referencia a los naipes; de donde se ha deducido que las cartas empezaron a ser conocidas en nuestro país a finales del siglo XIII y comienzos del XIV –al igual que en el resto de Europa– gracias a los relatos de algunos viajeros, como el polémico Marco Polo. Desde Italia, el juego se extendió por toda Europa tal y como hoy lo conocemos: una serie de cartas, numeradas o con figuras, agrupadas en cuatro palos (picas, corazones, diamantes y tréboles, en la baraja francesa; oros, copas, espadas y bastos, en la española).
En la Edad Media, los juegos de apuestas con cartas se practicaban en las tahurerías –casas de juegos autorizadas en algunas villas por fuero o privilegio real– y estaban gravados por un impuesto anual. Aunque Alfonso XI los legalizó, Pedro I el Cruel los prohibió, como refrendó poteriormente Juan I de Castilla en 1332, igual que en la Corona de Aragón; particularmente, la ciudad de Valencia ilegalizó aquel juego nuevo llamado de los naipes en 1384 y los miembros del Consell de Cent barcelonés dieron órdenes similares durante gran parte de los siglos XIV a XVII para fomentar la moralidad del pueblo. Una de las primeras referencias expresas que se conocen de esta época apareció en el Diccionario de la rima del poeta catalán Jaume March, publicado en 1371, donde ya se mencionaba la palabra naip con el sentido actual de naipe.
George de La Tour | El tahúr (1635) |
Desde un punto de vista normativo, las Ordenanzas de Riaza (Segovia) de 1457 –muy severas– prohibieron este juego incluso sin que mediaran apuestas y estableciendo unas penas muy elevadas para su época: El dueño de la casa donde se estuviera jugando a las cartas tenía que pagar 4.000 maravedíes. Los Reyes Católicos volvieron a prohibir los juegos de naipes en las Cortes de Madrigal de 1476 en qualquier parte del reyno, en público ni escondido por los daños que se derivaban en sus súbditos. Medida que reafirmó Carlos I en las de Valladolid de 1523 aunque, posteriormente y a petición de los procuradores en Cortes, la normativa se fue atenuando hasta que se dispuso en Madrid, en 1528, que no procediese condena por juego cuando se hubiera jugado hasta en cuantía de dos reales para cosas de comer y no mediando fraude o engaño.
Aun así, jugar a las cartas fue un asunto muy recurrente en las sesiones de Cortes del siglo XVI y, por ejemplo, en las vallisoletanas de 1544 se llegó a pedir la prohibición de todos los juegos de naipes como en Portugal para remediar los males existentes. La solución fue establecer un monopolio en su fabricación y venta que perduró hasta 1811, cuando se declaró libre a cambio de que se gravara cada baraja de naipes. A mediados del XIX se suprimió este impuesto pero se reestableció en 1893, con un timbre en la envoltura de las cartas.
Lejos de aquellas polémicas normativas, el pueblo hizo suyos los naipes como uno de sus principales entretenimientos y juegos como la brisca, el guiñote, el julepe, el monte, la mona, el tresillo, el tute, las siete y media o el solitario, acabaron formando parte de nuestra cultura popular.
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