Francisco de Goya y Lucientes (1746 – 1828) vivió durante uno de los períodos más convulsos de la Historia; recordemos que fue coetáneo del Antiguo Régimen, la independencia de los Estados Unidos, el estallido de la Revolución Francesa, el triunfo de Napoleón, el fracaso de Trafalgar, la Guerra de la Independencia, las Cortes de Cádiz, el auge del liberalismo y el regreso absolutista... tal y como se refleja en su impactante catálogo de lienzos, dibujos y grabados. Todos esos acontecimientos, unidos a las circunstancias personales del pintor y –sobre todo– al aislamiento que le provocó la enfermedad que desembocó en su sordera, marcaron la evolución de los temas que abordó en sus obras.
El pintor aragonés vivió los desastres de la Guerra de la Independencia en primera persona, plasmando todo el horror y las injusticias que se cometieron en 82 grabados imprescindibles para denunciar hasta dónde puede llegar la crueldad del ser humano.
Como tantos otros artistas, Goya amaba España y estaba convencido de que la influencia francesa sería buena para modernizar el país, sacándolo de la superstición y del atraso secular que padecía; pero todas las esperanzas se desvanecieron al comprobar que los soldados franceses que, supuestamente, representaban un modelo racionalista, positivo y avanzado de su sociedad, se comportaban en suelo español como vulgares ladrones, violadores, saqueadores y homicidas. Las aberrantes escenas que representó nos muestran cuerpos que aparecen mutilados, ahorcados, desmembrados, descuartizados, linchados o empalados en una lucha donde no hay héroes sino tan solo víctimas. Ha muerto la verdad y aquel sueño de la razón sólo ha producido monstruos.
Acabada la contienda, en 1814, pintó el famoso lienzo de Los fusilamientos del 3 de mayo en la montaña del Príncipe Pío de Madrid tal y como el propio Goya lo vio, gracias a un catalejo, desde la ventana de su casa. Su criado, Isidro, llegó a relatar que el pintor y él mismo salieron de noche para ver la escena del fusilamiento y tomar apuntes sobre los cadáveres insepultos. La estructura de la dramática escena nos muestra al pelotón de verdugos franceses con sus rostros ocultos, apuntando con frialdad a un grupo de españoles que afrontan la inevitable muerte con distintas actitudes (desafío, resignación, horror, miedo…). Por primera vez en la pintura de narración histórica, el artista no exalta a los héroes sino a personajes anónimos que son víctimas de la violencia.
La influencia de este cuadro ha sido evidente en las obras de otros grandes nombres propios de la pintura, como El fusilamiento de Maximiliano, de Édouard Manet, o Masacre en Corea, de Pablo R. Picasso.
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