Fueron tres cargos históricos con distinta responsabilidad. El primero, los zalmedinas, tuvieron su origen en una figura que existió en la España musulmana –los sahib al-medina o jefes de la ciudad– y que se mantuvo tras la Reconquista en diversas localidades de la Corona de Aragón [especialmente en Zaragoza (en la imagen, la sede del Palacio de la Alfajería)] hasta que desapareció en tiempos de Felipe V. En su época de mayor esplendor (siglos XII a XV) el zalmedina actuaba como jefe de policía (perseguía y detenía a los delincuentes), juez de lo criminal (juzgaba a los detenidos y nombraba abogado y procurador para quienes no tuvieran medios para contratarlos) e inspector de prisiones (a donde acudía para informarse de los motivos por los que los presos permanecían detenidos). Era un cargo retribuido que empezó siendo vitalicio y acabó convirtiéndose en anual. Sus actuaciones eran recurribles ante unos jurados denominados Jueces de la Taula.
El nomofílas (o nomophilax) era el guardián de la Ley en el Imperio Bizantino. El cargo ha llegado hasta nosotros, sobre todo, por la labor de uno de aquellos altos funcionarios: Juan Jifilino (Joannes Xifilinos) que fundó una escuela jurídica en el siglo XI que -con el tiempo- daría paso a la facultad de Derecho de la Universidad de Estambul. Incluso hay quienes consideran su labor como un antecedente de la figura de los defensores del pueblo.
Al otro extremo del mundo, los tupiles eran –salvando las distancias– el cuerpo de policía municipal de la civilización maya, los que se encargaban de hacer cumplir la ley, a las órdenes del cacique (batab) de cada aldea que, a su vez, era nombrado por el jefe de las Ciudades-Estado (Halach Uinic). El tupil ocupaba el grado más bajo dentro del escalafón administrativo de los funcionarios locales, pero era él quien -a la postre- aplicaba la ley en el mundo maya.
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