En un asunto relacionado con el tráfico de drogas, la sentencia 4957/2010, de 29 de septiembre, del Tribunal Supremo español es la única resolución judicial de este órgano que menciona el polígrafo o detector de mentiras. En este caso, se recurrió en amparo basándose en los Arts. 852 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal y 5.4 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, invocando la vulneración del derecho a la tutela judicial efectiva por haberse rechazado la práctica de la prueba pericial del polígrafo –propuesta en tiempo y forma– y que habría sido, según la parte recurrente, la única manera de acreditar la veracidad de sus afirmaciones exculpatorias.
La sentencia no pudo ser más explícita a este respecto; según el criterio del Supremo, el motivo no pudo prosperar porque el detector de mentiras o polígrafo no puede reemplazar la función de los Tribunales de valorar las pruebas practicadas en el acto del juicio oral bajo los principios de publicidad, inmediación y oralidad, y que se trata de una prueba que no tiene reconocida ninguna validez en el ordenamiento jurídico español.
En España, el mal llamado detector de mentiras –porque en realidad sólo analiza una serie de patrones fisiológicos; no la culpabilidad o inocencia de quien se somete a la prueba– se hizo muy popular gracias al programa de televisión La máquina de la verdad que presentó el periodista Julián Lago, en Telecinco, a comienzos de los años 90; pero su origen se remonta a 1908, cuando lo inventó el cardiólogo escocés James McKenzie (1853-1925) con la ayuda del doctor inglés Thomas Lewis (1881-1945) para facilitarles su trabajo a la hora de realizar sus reconocimientos médicos. Aquel primer –y rudimentario– polígrafo marcaba el pulso de la vena yugular y de la arteria braquial con dos trazos continuos de tinta sobre un rodillo de papel que se movía mediante el mecanismo de un reloj.
En Estados Unidos, donde gracias a las series de televisión y al cine parece que el polígrafo forma parte habitual de los juicios, la jurisprudencia del Tribunal de Apelación viene reiterando desde los años 70 –casos United States versus Chastain (1970), v. Infelice (1974), v. Penick (1974) o el muy citado v. Bursten (1977)– que esta Corte no ha adoptado ningún dogma inflexible sobre la admisibilidad de los resultados obtenidos mediante el polígrafo. La posición que ha manifestado este tribunal, reiteradamente, es que cada juzgado determine o no, discrecionalmente, su admisión. Aun así, la justicia estadounidense suele ser reacia a aceptar los resultados de esta prueba al tener serias dudas sobre su fiabilidad y el temor a que pueda utilizarse para engañar y confundir a los miembros del jurado. En 1988, el Gobierno federal incluso aprobó la Employee Polygraph Protection Act, una ley con la que se evita que, en determinadas circunstancias, los funcionarios puedan someterse al detector de mentiras (lie detector, según el texto de esta norma).
La sentencia no pudo ser más explícita a este respecto; según el criterio del Supremo, el motivo no pudo prosperar porque el detector de mentiras o polígrafo no puede reemplazar la función de los Tribunales de valorar las pruebas practicadas en el acto del juicio oral bajo los principios de publicidad, inmediación y oralidad, y que se trata de una prueba que no tiene reconocida ninguna validez en el ordenamiento jurídico español.
En España, el mal llamado detector de mentiras –porque en realidad sólo analiza una serie de patrones fisiológicos; no la culpabilidad o inocencia de quien se somete a la prueba– se hizo muy popular gracias al programa de televisión La máquina de la verdad que presentó el periodista Julián Lago, en Telecinco, a comienzos de los años 90; pero su origen se remonta a 1908, cuando lo inventó el cardiólogo escocés James McKenzie (1853-1925) con la ayuda del doctor inglés Thomas Lewis (1881-1945) para facilitarles su trabajo a la hora de realizar sus reconocimientos médicos. Aquel primer –y rudimentario– polígrafo marcaba el pulso de la vena yugular y de la arteria braquial con dos trazos continuos de tinta sobre un rodillo de papel que se movía mediante el mecanismo de un reloj.
En Estados Unidos, donde gracias a las series de televisión y al cine parece que el polígrafo forma parte habitual de los juicios, la jurisprudencia del Tribunal de Apelación viene reiterando desde los años 70 –casos United States versus Chastain (1970), v. Infelice (1974), v. Penick (1974) o el muy citado v. Bursten (1977)– que esta Corte no ha adoptado ningún dogma inflexible sobre la admisibilidad de los resultados obtenidos mediante el polígrafo. La posición que ha manifestado este tribunal, reiteradamente, es que cada juzgado determine o no, discrecionalmente, su admisión. Aun así, la justicia estadounidense suele ser reacia a aceptar los resultados de esta prueba al tener serias dudas sobre su fiabilidad y el temor a que pueda utilizarse para engañar y confundir a los miembros del jurado. En 1988, el Gobierno federal incluso aprobó la Employee Polygraph Protection Act, una ley con la que se evita que, en determinadas circunstancias, los funcionarios puedan someterse al detector de mentiras (lie detector, según el texto de esta norma).
Jacques-Louis David | Erasístrato descubre la causa del mal de Antíoco (1774). |
Como dato curioso, el criminólogo mexicano Rodríguez Manzanera menciona a Erasístrato, un médico griego [del siglo III a.C.] (...) que descubrió los principios básicos de lo que ahora se llama el polígrafo o detector de mentiras; esta
anécdota es muy ejemplificativa del extraordinario avance de los griegos. El rey Seluco [(sic) en realidad era Seleuco] tenía un hijo, Antíoco, el cual se notaba lastimosamente enfermo, y entonces este médico, Erasístrato, tomándole el pulso principió a mencionar los nombres de todas las mujeres del palacio, para saber de cual estaba enamorado el paciente, hasta que,
ante su gran sorpresa, sintió la reacción del muchacho cuando mencionó el nombre de su madrastra; efectivamente, la joven esposa del rey era el gran amor del joven príncipe; su enfermedad, verdadera neurosis, era por no pecar, por no ir contra su padre [RODRÍGUEZ MANZANERA, A. Criminología. Ciudad de México: Porrúa, 2ª ed., 1981, p. 163].
Hola
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