El 4 de diciembre de 1989 (en vigor, desde 2001) la Asamblea General de la ONU aprobó la Convención Internacional contra el reclutamiento, la utilización, la financiación y el entrenamiento de mercenarios; su Art. 1 establece la definición legal: de mercenario como toda persona que: a) Haya sido especialmente reclutada, localmente o en el extranjero, para combatir en un conflicto armado; b) Tome parte en las hostilidades animada esencialmente por el deseo de obtener un provecho personal y a la que se haga efectivamente la promesa, por una Parte en conflicto o en nombre de ella, de una retribución material considerablemente superior a la prometida o abonada a los combatientes de grado y funciones similares en las fuerzas armadas de esa Parte; c) No sea nacional de una Parte en conflicto ni residente en un territorio controlado por una Parte en conflicto; d) No sea miembro de las fuerzas armadas de una Parte en conflicto; y e) No haya sido enviada en misión oficial como miembro de sus fuerzas armadas por un Estado que no sea Parte en conflicto.
Asimismo, también se considera mercenario a toda persona en cualquier otra situación: a) Que haya sido especialmente reclutada, localmente o en el extranjero, para participar en un acto concertado de violencia con el propósito de: 1) Derrocar a un gobierno o socavar de alguna otra manera el orden constitucional de un Estado, o 2) De socavar la integridad territorial de un Estado; b) Que tome parte en ese acto animada esencialmente por el deseo de obtener un provecho personal significativo y la incite a ello la promesa o el pago de una retribución material; c) Que no sea nacional o residente del Estado contra el que se perpetre ese acto; d) Que no haya sido enviada por un Estado en misión oficial; y e) Que no sea miembro de las fuerzas armadas del Estado en cuyo territorio se perpetre el acto.
Quien reclute, utilice, financie o entrene mercenarios –tal y como se definen en ese Art. 1 de la Convención de 1989– comete un delito. Los Estados parte de este tratado se comprometen a prevenir estos delitos y a establecer penas adecuadas en sus ordenamientos jurídicos, que tengan en cuenta su carácter grave. Desde entonces, los distintos organismos que forman parte del Sistema de las Naciones Unidas han aprobado más de cien resoluciones condenando el mercenarismo. A día de hoy –según los buscadores del BOE y de Naciones Unidas– España no ha ratificado aún la Convención contra el reclutamiento, utilización, financiación y entrenamiento de mercenarios.
Aunque estos soldados de fortuna han existido desde la antigüedad -recordemos que, a comienzos del siglo V a. C., el escritor ateniense Jenofonte ya participó en la sublevación del rey Ciro el Joven contra su hermano, Artajerjes II, por el trono de Persia, con un gran ejército de 10.000 mercenarios griegos, narrándolo en su libro Anábasis- sus antecedentes jurídicos más inmediato fueron la Convención de la Organización de la Unidad Africana adoptada en Libreville (Gabón) el 3 de julio de 1977 para la eliminación del mercenarismo en África -probablemente, el continente más afectado por estos ejércitos privados y empresas de seguridad o de asistencia militar que, también han actuado en Centroamérica, el Cáucaso, Oriente Medio y los Balcanes- y, sobre todo, el Art. 47 del I Protocolo Adicional a los Convenios de Ginebra (de 8 de junio de 1977).
Asimismo, también se considera mercenario a toda persona en cualquier otra situación: a) Que haya sido especialmente reclutada, localmente o en el extranjero, para participar en un acto concertado de violencia con el propósito de: 1) Derrocar a un gobierno o socavar de alguna otra manera el orden constitucional de un Estado, o 2) De socavar la integridad territorial de un Estado; b) Que tome parte en ese acto animada esencialmente por el deseo de obtener un provecho personal significativo y la incite a ello la promesa o el pago de una retribución material; c) Que no sea nacional o residente del Estado contra el que se perpetre ese acto; d) Que no haya sido enviada por un Estado en misión oficial; y e) Que no sea miembro de las fuerzas armadas del Estado en cuyo territorio se perpetre el acto.
Quien reclute, utilice, financie o entrene mercenarios –tal y como se definen en ese Art. 1 de la Convención de 1989– comete un delito. Los Estados parte de este tratado se comprometen a prevenir estos delitos y a establecer penas adecuadas en sus ordenamientos jurídicos, que tengan en cuenta su carácter grave. Desde entonces, los distintos organismos que forman parte del Sistema de las Naciones Unidas han aprobado más de cien resoluciones condenando el mercenarismo. A día de hoy –según los buscadores del BOE y de Naciones Unidas– España no ha ratificado aún la Convención contra el reclutamiento, utilización, financiación y entrenamiento de mercenarios.
Aunque estos soldados de fortuna han existido desde la antigüedad -recordemos que, a comienzos del siglo V a. C., el escritor ateniense Jenofonte ya participó en la sublevación del rey Ciro el Joven contra su hermano, Artajerjes II, por el trono de Persia, con un gran ejército de 10.000 mercenarios griegos, narrándolo en su libro Anábasis- sus antecedentes jurídicos más inmediato fueron la Convención de la Organización de la Unidad Africana adoptada en Libreville (Gabón) el 3 de julio de 1977 para la eliminación del mercenarismo en África -probablemente, el continente más afectado por estos ejércitos privados y empresas de seguridad o de asistencia militar que, también han actuado en Centroamérica, el Cáucaso, Oriente Medio y los Balcanes- y, sobre todo, el Art. 47 del I Protocolo Adicional a los Convenios de Ginebra (de 8 de junio de 1977).
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