La llamada Revolución de Septiembre, de 1868, terminó con los gobiernos heredados del absolutismo y con el reinado de Isabel II que se exilió en Francia. De ahí surgió un gobierno formado por liberales y progresistas que inmediatamente convocó elecciones para formar unas Cortes Constituyentes que abrieron sus puertas el 11 de febrero de 1869 y, en apenas cuatro meses, el 6 de junio, aprobaron una nueva Constitución, de 112 artículos, que incluía el texto más completo y avanzado que España había tenido hasta ese momento.
El Título I de la Constitución de la Monarquía Española de 1869, De los españoles y sus derechos, sentó las bases para establecer una auténtica declaración de derechos y libertades: amplió el derecho de petición; reconoció el derecho a reunirse y asociarse; la libertad de imprenta, de palabra y de cultos; la inviolabilidad del domicilio y de la correspondencia; el derecho de propiedad, etc.
Aquella Constitución de los monárquicos revolucionarios, encabezados por Serrano y Prim, reafirmó tanto la soberanía nacional como la separación de poderes: el ejecutivo, que aunque residía en el rey, se ejercía por medio de sus ministros; el legislativo, con dos cuerpos colegisladores –Congreso y Senado– elegidos por sufragio universal, directo y masculino (las mujeres no pudieron votar hasta bien entrado el siglo XX), y el judicial, ejercido por los tribunales con juicio por jurados para todos los delitos políticos y para los comunes que determine la ley (Art. 93).
El Título I de la Constitución de la Monarquía Española de 1869, De los españoles y sus derechos, sentó las bases para establecer una auténtica declaración de derechos y libertades: amplió el derecho de petición; reconoció el derecho a reunirse y asociarse; la libertad de imprenta, de palabra y de cultos; la inviolabilidad del domicilio y de la correspondencia; el derecho de propiedad, etc.
Aquella Constitución de los monárquicos revolucionarios, encabezados por Serrano y Prim, reafirmó tanto la soberanía nacional como la separación de poderes: el ejecutivo, que aunque residía en el rey, se ejercía por medio de sus ministros; el legislativo, con dos cuerpos colegisladores –Congreso y Senado– elegidos por sufragio universal, directo y masculino (las mujeres no pudieron votar hasta bien entrado el siglo XX), y el judicial, ejercido por los tribunales con juicio por jurados para todos los delitos políticos y para los comunes que determine la ley (Art. 93).
Curiosamente, esta Carta Magna –que estableció como forma de gobierno la monarquía– surgió del movimiento que destronó a Isabel II; por ese motivo, el Art. 1 de las disposiciones transitorias previó que una Ley tendría que elegir la persona del rey. Una búsqueda que resultó ser más complicada de lo que parecía en un principio y que recayó finalmente en Amadeo I de Saboya, un monarca que entró en Madrid el 2 de enero de 1871 y abdicó tan sólo dos años después. Su renuncia al trono español abrió las puertas a la I República y al nuevo proyecto constitucional federal de 1873.
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