martes, 31 de enero de 2012

El legado de Concepción Arenal: Abrid escuelas y cerraréis cárceles

Si la infancia de Machado fueron recuerdos de un patio de Sevilla, la mía son diez veranos en la Pensión Bahía de Coruña, frente a Cuatro Caminos, en la calle Concepción Arenal. Hoy, 31 de enero, no se me ocurre mejor in albis que rendir homenaje a esta gran mujer que dio nombre al escenario de mi niñez. Concepción Arenal nació en Ferrol (La Coruña) otro 31 de enero, como hoy, pero de 1820. Hija de un militar liberal que pasó mucho tiempo recluido en prisión por defender unas ideas que eran incompatibles con el ambiente conservador de aquella época; su muerte marcó el carácter de aquella niña reservada, luchadora y reformista, preocupada por la dignidad del ser humano. En 1829 se trasladó a Madrid, con su madre y su hermana, a casa de su tío materno, el Conde de Vigo; y, aunque Concha comenzó a estudiar en los mejores colegios de la capital, aquella formación para señoritas no lograba satisfacer su innata curiosidad intelectual.

El posterior fallecimiento tanto de su abuela (en 1840) como de su madre (1841) dio libertad a la joven, de 21 años, para disfrazarse con ropa de hombre y poder acudir a clase en la Facultad de Derecho durante tres cursos académicos, aunque fuera sin posibilidad de examinarse, sólo como oyente, porque entonces las mujeres no podían matricularse en la universidad. Allí conoció al que sería su marido, el abogado y periodista Fernando García Carrasco, con el que se casó en 1848. Su esposo fue un verdadero estímulo para la escritora ferrolana; a pesar de ser quince años mayor que ella, el matrimonio se basó siempre en una relación de igualdad en la pareja, un hecho envidiable para mediados del siglo XIX. Tuvieron tres hijos antes de que Fernando falleciera nueve años después de la boda. Viuda y con dos niños pequeños (la hija mayor tampoco sobrevivió), Concha se trasladó a vivir a Liébana (Cantabria), origen de su familia materna, donde conoció al músico Jesús de Monasterio que acabaría convirtiéndose en su mentor, ayudándola a mantener firmes sus convicciones: practicar la caridad con los más desfavorecidos, abolir la esclavitud y luchar contra la imposición de la pena de muerte, socorrer a los heridos de las Guerras Carlistas, formar a las mujeres para que ejercieran la profesión que quisieran y mejorar las condiciones de los reos condenados a prisión.

A partir de 1860, comenzó a publicar numerosas obras literarias –desde poesía hasta ensayos– entre las que destacan: Cartas a los delincuentes (de 1865), Oda a la esclavitud (1866), El reo, el pueblo y el verdugo y La ejecución de la pena de muerte (1867), Estudios penitenciarios (1877) o El delito colectivo (1892). Su prestigio fue en aumento y, en 1864, Isabel II la nombró Visitadora de Prisiones de Mujeres. Tras la Revolución de 1868, Concha desempeñó diversos cargos –como Inspectora de Casas de Corrección de Mujeres– hasta que se fue retirando de la vida pública para centrase en la literatura, reivindicando el papel de la mujer en la sociedad. Finalmente, esta precursora del feminismo y de las políticas penitenciarias –abrid escuelas y cerraréis cárceles, llegó a decir– falleció en Vigo (Pontevedra) el 4 de febrero de 1893.

En sus Cartas a los delincuentes, Arenal no dudó en afirmar que Se llama promulgar las leyes a imprimirlas en un papel o en un libro, donde las estudian los que han de aplicarlas, donde no las leen ni las oyen leer aquellos a quienes han de ser aplicadas (…) Debería formar parte de la educación el conocimiento del Código penal, principalmente para aquellas clases que están más expuestas a infringirle (…) los criminales son personas y no son cosas (…) sufren la pena impuesta por una ley, cuya letra, cuyo espíritu y cuya moralidad desconocen (…) Yo considero una prisión como un hospital, solamente que en vez del cuerpo tenéis enferma el alma, y que las dolencias son el resultado de los excesos del paciente (…) Muchos de entre vosotros han delinquido por dejarse arrebatar de una pasión, por un momento de ceguedad, por haber cedido a una tentación mala, por haber dado oídos a un mal consejo, por no haber sabido resistir al mal ejemplo, por aturdimiento, por no haber considerado la gravedad del delito ni lo fatal de sus consecuencias, y a veces por ir unidas a cualquiera de estas cosas la ignorancia, la miseria, la mala educación. Muchos de entre vosotros, la mayor parte, llegasteis por primera vez a la prisión culpados pero no execrables; extraviados, pero no perdidos. Al veros había mucho que temer, pero también había mucho que esperar.

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