Hace unos días leí un interesante artículo en el que se afirmaba que las rayas de las cebras también permitían identificar a estos animales individualmente porque, al parecer, no hay dos “códigos de barras” iguales en sus lomos. En el caso de los seres humanos, ya sabemos que ocurre lo mismo con las huellas digitales o dactilares (que el inspector Álvarez empleó, por primera vez en la historia, en la investigación del Caso Rojas a finales del siglo XIX) y con los otogramas (las huellas de las orejas); pero, aunque se trata de dos de los mejores medios de identificación individual, no son los únicos que existen. Las palabras sueltas de hoy nos acercan a otros tres sistemas que permiten reconocer a una persona:
En el ámbito de la odontología forense, la rugoscopia nos identifica basándose en la disposición y el tamaño de las rugosidades que todos tenemos en el cielo del paladar de la boca (las denominadas rugas palatinas), porque se mantienen inmutables y permanentes y –como en el caso de las huellas de los dedos o las orejas– no existen dos iguales. Su estudio se remonta a los trabajos anatómicos que realizó el danés Jacob Winslow, en 1732.
La queiloscopia (del griego keilos: labio; en inglés: lip-printing) son las huellas labiales. Todo un icono del cine negro: los restos de carmín en una copa de vino. Esta línea de investigación es relativamente reciente porque surgió en Tokio, a mediados del siglo XX, gracias a la clasificación que desarrollaron dos doctores japoneses: Kazuo Suzuki y Yasuo Tsuchihashi.
Por último, la oclusografía –concepto que se ha generalizado más en Iberoamérica que a este lado del Atlántico– es un sistema que permite identificar a la persona (o, en su caso, al animal) que ha mordido a la víctima por la marca de las huellas que dejó su dentellada en la piel del agredido, a modo de “negativo” de sus propias piezas dentales.
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