miércoles, 26 de septiembre de 2012

La involución del Derecho a la Propiedad

Suele decirse que este derecho es algo innato al ser humano porque los bebés, antes de saber decir papá o mamá, aprenden a decir mío. Desde el punto de vista jurídico, en la segunda mitad del siglo XVIII, los medios de adquirir y poseer la propiedad eran considerados como uno de los derechos innatos de los hombres, que, cuando entran en estado de sociedad, no se les puede privar o desposeer de ellos. Así se expresaba el Art. 1 de la pionera Declaración de Derechos del Buen Pueblo de Virginia, de 1776. Poco después, en París, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, de 1789, reconoció como inviolable y sagrado el Derecho de Propiedad, en su último precepto, el XVII. Con esos precedentes, no es de extrañar que el liberalismo de las Cortes de Cádiz de 1812 otorgase a la propiedad el mismo valor que a la libertad o a la igualdad: la Nación española está obligada a conservar y proteger por leyes sabias y justas (…) la propiedad (Art. 4). Desde entonces, este Derecho se ha convertido en un buen ejemplo de cómo puede involucionar un valor que llegó a ser fundamental.

En 1948, la ONU reconoció el Derecho de toda persona a la propiedad individual y colectivamente, y a que nadie será privado arbitrariamente de ella, en el Art. 17 DUDH. Dos años más tarde, la Convención de Roma –Convenio para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales, de 1950– no incluyó la protección de la propiedad en su articulado sino en el Art. 1 del Protocolo 1, de 1952, para asegurar la garantía colectiva de derechos y libertades distintos de los que ya figuraban en aquel Convenio: Toda persona física o moral tiene derecho al respeto de sus bienes. Nadie podrá ser privado de su propiedad sino por causa de utilidad pública y en las condiciones previstas por la ley y los principios generales del Derecho Internacional. Las disposiciones precedentes se entienden sin perjuicio del derecho que poseen los Estados de dictar las leyes que estimen necesarias para la reglamentación del uso de los bienes de acuerdo con el interés general o para garantizar el pago de los impuestos, de otras contribuciones o de las multas. Aun así, la jurisprudencia de la Corte de Estrasburgo considera que tanto la Convención como sus protocolos forman un único conjunto.

La violación del P1-1 –en el argot del Tribunal Europeo de Derechos Humanos: Art. 1º del Protocolo 1– comenzó a enjuiciarse indirectamente en el caso Marckx contra Bélgica, de 13 de junio de 1979 y, plenamente, en el Sporrong & Lönnroth contra Suecia, de 23 de septiembre de 1982, al considerar que la injerencia del poder público en el derecho a la propiedad privada de los demandantes constituyó una medida desproporcionada (sentencia ampliamente citada por la jurisprudencia de nuestro Tribunal Supremo). Hoy en día, el P1-1 es uno de los preceptos más invocados ante la Corte europea.

En España, a diferencia de lo que ocurrió con La Pepa en 1812, la Constitución de 1978 ya no proclamó el derecho a la propiedad privada dentro de los Derechos Fundamentales (Arts. 15 a 29) sino entre los derechos y deberes de los ciudadanos (Arts. 30 a 38); en concreto, en el Art. 33. La jurisprudencia del Tribunal Constitucional ha señalado que este segundo grupo también son derechos fundamentales pero sin el régimen especial de garantías del primero. En la práctica, esta “segunda división” significa que su contenido se puede desarrollar mediante una ley ordinaria (no hace falta la reserva de ley orgánica), que no requiere ningún procedimiento especial para ser modificado y que tampoco se le aplican ni el amparo judicial (no se puede invocar directamente ante los tribunales sino que debe ser desarrollado por una ley y sería ésta la que se podría recurrir ante la justicia ordinaria) ni el amparo constitucional.

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