Desde el 25 de marzo de 1811 y con apenas treinta agentes a su servicio –la mayor parte de ellos malhechores con antecedentes penales, como él– Eugène-François Vidocq (1775-1857) logró que ese reducido grupo de hombres al servicio de la Justicia le obedecieran con tanta abnegación como perseverancia para purgar a la sociedad de los deshonestos criminales que la infestaban. En poco tiempo, su destreza y coraje lo llevaron a convertirse en Jefe de la Policía de Seguridad francesa (la famosa Sûreté) pero a costa de despertar el odio de todos los demás oficiales y agentes del orden. Como reconoció en su autobiografía, publicada en 1828, Vidocq consideraba que había logrado sacar partido del pasado delictivo de sus agentes, utilizando a un ladrón para cazar a otro. Ese era mi método. Y era un método excelente [Mis Memorias. Barcelona: Libros del Silencio, 2012]. Hasta que se jubiló de aquel alto cargo para crear la primera agencia de detectives del mundo, luchó contra los artesanos del mal, buscando el crimen entre las sombras, desbaratando tramas homicidas y, sin embargo, se le despreció por acosar a los delincuentes hasta la misma escena de sus crímenes y arrancarles el puñal de la mano.
Su carácter turbulento y una bien ganada reputación de sinvergüenza le llevaron a enfrentarse a sus antiguos compañeros de fechorías, en el patio de una prisión, mientras les colocaban los grilletes en los tobillos, increpándoles: pues sí, soy un soplón. Pero vosotros también lo sois, ya que no hay aquí ni uno que no haya venido a mí para delatar a sus camaradas, esperando obtener una impunidad que no puedo ni quiero concederos. Os puse en manos de la justicia porque erais culpables. Así se ganó su respeto en la cárcel, pero se granjeó numerosos enemigos dentro del cuerpo policial porque su metodología se adelantó a su tiempo: trabajando a cualquier hora de la semana, disfrazándose para ser irreconocible y provocar un arresto, infiltrándose entre los ladrones profesionales –eran pocos los que no se alegraban cuando la policía venía a consultarles en busca de alguna información– y conviviendo con ellos en las tabernas para ganarse el respeto de sus confidentes.
No hay duda de que François Vidocq fue un magnífico policía, pero pudo serlo, precisamente, porque en su juventud también había sido un destacado delincuente que comenzó a demostrar sus habilidades siendo apenas un niño cuando su padre, el panadero de Arrás –la capital del departamento de Paso de Calais, cerca de la frontera con Bélgica– cerraba con llave la caja registradora de la tienda y él era capaz de untar con cola una pluma de cuervo para introducirla por la ranura del dinero e ir pegando, una a una, las monedas; y cuando sus padres le pillaron, falsificó la llave de la caja hasta que descubrió que la mejor forma de lograr unos escudos era malvender las provisiones de la tienda familiar.
Trabajó en un circo y con unos cómicos, fracasó en su intento de irse a América, se alistó en el ejército, de donde desertó por verse envuelto en varios lances de honor que, en aquella época, las leyes militares castigaban con la pena de muerte; logró fugarse de cuantas celdas lo encerraron y se salvó de una falsa acusación del asesinato de su amante; así se conformó una mente criminal que, un buen día, para librarse de la enésima condena a realizar trabajos forzados, decidió ofrecerse al prefecto de la Policía Dubois para convertirse en el mítico agente del orden que hoy conocemos.
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