El apéndice J del Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales [DSM. Barcelona: Masson, 1995, p. 865] describe este síndrome dependiente de la cultura –en referencia a que se trata de un patrón “de comportamiento aberrante y experiencias perturbadoras, recurrentes y específicas de un lugar determinado”– de la siguiente manera:
Amok: Episodio disociativo caracterizado por un período de depresión seguido de una manifestación de comportamiento violento, agresivo u homicida, dirigido a personas y objetos. El episodio se desencadena por la percepción de una falta de respeto o de un insulto y parece ser prevalente entre los varones. El episodio se acompaña frecuentemente de ideas paranoides, automatismo, amnesia, agotamiento y retorno al estado premórbido tras el episodio. En algunas ocasiones, el amok puede aparecer durante la presentación de un episodio psicótico breve o constituir el comienzo o una exacerbación de un proceso psicótico crónico. Los informes originales que utilizaban este término eran de Malasia. Un patrón de comportamiento similar se encuentra en Laos, Filipinas, Polinesia (cafard o cathard), Papúa-Nueva Guinea y Puerto Rico (mal de pelea), y entre la población navaja (iich’aa).
Este síndrome tan específico, oriundo de Extremo Oriente, trascendió al ámbito judicial español cuando contra toda costumbre y por un cúmulo de circunstancias, en junio de 1998, un ciudadano filipino que trabajaba como empleado del hogar en casa de un matrimonio sevillano, se quedó en la vivienda familiar, una noche entre semana, acompañando a la hija de los propietarios –una joven estudiante que estaba preparando los exámenes de Derecho y que apenas tenía un año más que él– mientras el resto de la familia se había trasladado a su segunda residencia en Sotogrande (Cádiz). Como consta en los hechos probados por la sentencia de la Audiencia Provincial de Sevilla [SAP SE 5787/2000, de 24 de julio]: sobre las doce de la noche, la joven vio sobresaltada su duermevela al oír pasos aparentemente descalzos que se acercaban a su habitación; lo que le provocó un temor tanto mayor cuanto que se creía aún sola en la casa (…) no imaginando siquiera, por inusitado, que pudiera serlo el empleado doméstico; sin embargo, fue él quien irrumpió en su cuarto: el procesado empuñaba abierta una navaja de abanico, de diez centímetros de hoja y con cachas de madera y metal dorado, con la que se abalanzó en silencio sobre ella, con la intención de amedrentarla e inmovilizarla. La víctima, temiendo que el procesado se propusiera clavarle la navaja, alzó instintivamente la mano izquierda (…) y trató de agarrar la navaja por la hoja; de suerte que la conjunción de los bruscos movimientos de ambos determinó que sufriera un amplio corte en la eminencia hipotenar de la mano izquierda, que de inmediato comenzó a sangrar profusamente (…) Acto seguido el procesado cogió la almohada de la cama y la presionó contra la boca de [ella] para impedirle gritar; y cuando ésta logró apartar la improvisada mordaza el procesado le apretó fuertemente el cuello con una mano, anotando la presión al borde ya de la asfixia. La muchacha logró zafarse, se levantó de la cama y trató de escapar de la habitación; impidiéndoselo el procesado, que la aferró por detrás con ambos brazos para a continuación ponerle la punta de la navaja en el cuello y exigirla que dejase de gritar o la mataría.
Este síndrome tan específico, oriundo de Extremo Oriente, trascendió al ámbito judicial español cuando contra toda costumbre y por un cúmulo de circunstancias, en junio de 1998, un ciudadano filipino que trabajaba como empleado del hogar en casa de un matrimonio sevillano, se quedó en la vivienda familiar, una noche entre semana, acompañando a la hija de los propietarios –una joven estudiante que estaba preparando los exámenes de Derecho y que apenas tenía un año más que él– mientras el resto de la familia se había trasladado a su segunda residencia en Sotogrande (Cádiz). Como consta en los hechos probados por la sentencia de la Audiencia Provincial de Sevilla [SAP SE 5787/2000, de 24 de julio]: sobre las doce de la noche, la joven vio sobresaltada su duermevela al oír pasos aparentemente descalzos que se acercaban a su habitación; lo que le provocó un temor tanto mayor cuanto que se creía aún sola en la casa (…) no imaginando siquiera, por inusitado, que pudiera serlo el empleado doméstico; sin embargo, fue él quien irrumpió en su cuarto: el procesado empuñaba abierta una navaja de abanico, de diez centímetros de hoja y con cachas de madera y metal dorado, con la que se abalanzó en silencio sobre ella, con la intención de amedrentarla e inmovilizarla. La víctima, temiendo que el procesado se propusiera clavarle la navaja, alzó instintivamente la mano izquierda (…) y trató de agarrar la navaja por la hoja; de suerte que la conjunción de los bruscos movimientos de ambos determinó que sufriera un amplio corte en la eminencia hipotenar de la mano izquierda, que de inmediato comenzó a sangrar profusamente (…) Acto seguido el procesado cogió la almohada de la cama y la presionó contra la boca de [ella] para impedirle gritar; y cuando ésta logró apartar la improvisada mordaza el procesado le apretó fuertemente el cuello con una mano, anotando la presión al borde ya de la asfixia. La muchacha logró zafarse, se levantó de la cama y trató de escapar de la habitación; impidiéndoselo el procesado, que la aferró por detrás con ambos brazos para a continuación ponerle la punta de la navaja en el cuello y exigirla que dejase de gritar o la mataría.
Aterrorizada, el hombre le ordenó que se pusiera una bata, cogiera su bolso y le acompañara a las plantas inferiores de la vivienda, donde le contó que teñía una deuda de juego de medio millón de pesetas, por unas apuestas cruzadas en el billar. La joven logró convencerle de que podían ir a un cajero automático para extraer dinero con cargo a su propia cuenta, con intención de pedir ayuda en cuanto estuvieran en la calle. El hombre la obligó a vestirse con ropa masculina que buscó en el armario del cuarto del servicio y, vestida de esta guisa, salieron de la vivienda en la motocicleta de ella, mientras el procesado montaba en el asiento de atrás, sujetando por la cintura a la conductora y llevando siempre la navaja en el bolsillo de la cazadora.
Circulando con la moto sin ninguna dirección por las calles de Sevilla, al hacer un giro, el agresor perdió su gorra, ordenando a la conductora que se parase para recuperarla; en ese momento, cuando un peatón se agachó para recoger la prenda de la calzada y entregársela al hombre, ella gritó pidiendo auxilio y, antes de que pudiera reaccionar, el filipino golpeó al hombre en la cara, partiéndole las gafas y dejándolo inconsciente. La joven aprovechó la circunstancia para huir, pero su captor pudo darle alcance, la golpeó y la llevó a rastras hasta el hueco existente entre dos coches aparcados donde saltó sobre ella en reiteradas ocasiones –no menos de seis veces sobre su cabeza, cuello, cintura escapular y parte superior del tórax– ante la mirada atónita de varios testigos, convertidos en horrorizados espectadores.
La brutal agresión concluyó cuando, al acercarse otras personas al lugar de los hechos, el hombre huyó a la carrera siendo detenido sobre la una de la madrugada, por agentes de la Policía Local que habían sido alertados telefónicamente. La joven víctima fue llevada a un hospital donde se le diagnosticaron una triple fractura del maxilar inferior; además de avulsiones y luxaciones dentarias diversas, la herida incisa por arma blanca de seis centímetros en la mano izquierda y numerosas contusiones, hematomas y heridas. El 11 de junio de 1999, el agresor –con pasaporte filipino y tarjeta de residente pero sin antecedentes penales– ingresó en prisión hasta que se abrió juicio oral para procesarlo por unos hechos que el Ministerio Fiscal calificó como constitutivos de los delitos de robo violento en grado de tentativa, lesiones, homicidio en grado de tentativa y detención ilegal. (continúa)
La brutal agresión concluyó cuando, al acercarse otras personas al lugar de los hechos, el hombre huyó a la carrera siendo detenido sobre la una de la madrugada, por agentes de la Policía Local que habían sido alertados telefónicamente. La joven víctima fue llevada a un hospital donde se le diagnosticaron una triple fractura del maxilar inferior; además de avulsiones y luxaciones dentarias diversas, la herida incisa por arma blanca de seis centímetros en la mano izquierda y numerosas contusiones, hematomas y heridas. El 11 de junio de 1999, el agresor –con pasaporte filipino y tarjeta de residente pero sin antecedentes penales– ingresó en prisión hasta que se abrió juicio oral para procesarlo por unos hechos que el Ministerio Fiscal calificó como constitutivos de los delitos de robo violento en grado de tentativa, lesiones, homicidio en grado de tentativa y detención ilegal. (continúa)
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