martes, 18 de junio de 2013

Las leyes de los arcontes (I)

En el 630 a.C., tanto la situación económica de los campesinos atenienses como el descontento de parte de la aristocracia contra los privilegios de la nobleza crearon una situación tan insostenible que el pueblo exigió a sus gobernantes medidas drásticas que acabaran con las injusticias y la inseguridad. Para remediarlo, se nombró arconte (salvando las distancias, presidente de Atenas) a Dracón y se le pidió que redactase un nuevo código de normas que se hizo famoso por la severidad de sus leyes; de forma que, hoy en día, aún se dice que una norma es draconiana cuando resulta especialmente dura. Aquel primer legislador de Grecia puso por escrito lo que hasta entonces sólo eran meras costumbres y tradiciones orales, estableció tribunales para impartir justicia y prohibió las desproporcionadas venganzas que caracterizaron aquella época. Sus normas debieron ser tan rigurosas con los castigos y penas –acuñar moneda falsa, por ejemplo, se castigaba con la pena de muerte– que se decía que las había escrito con sangre.

Dracón vivió en la Atenas del periodo arcaico –siglo y medio antes del clasicismo– cuando cualquier ciudadano que no tuviera deformaciones físicas podía formar parte del Arcontazgo si superaba el control del tribunal que se reunía junto a la acrópolis (Areópago) y respondía a sus preguntas sobre el origen de sus ancestros o el cumplimiento de sus obligaciones pecuniarias y militares. Con el visto bueno del Alto Tribunal, el candidato recibía el poder (la arjé) y juraba el cargo para un mandato que, durante el tiempo que existió esta institución –del siglo VIII a.C hasta el III d.C.– pasó de ser un único arconte, similar a un monarca (hereditario y perpetuo) a ser nueve (el arconte epónimo, que daba el nombre al año y se aproximaba al Presidente de una República; el basileo, de carácter religioso; el polemarca, militar; y otros seis magistrados con funciones legislativas), todos ellos elegidos primero durante un periodo de 10 años y, finalmente, cada año y por sorteo. Transcurrido su mandato, debían rendir cuentas de su gestión ante el Consejo de Ciudadanos (Bouleuterion) y tenían derecho a formar parte del Areópago que los eligió.

A pesar de la severidad draconiana, gran parte de su normativa fue asumida por otro arconte, Solón –que reformó el cargo haciendo que el Arcontazgo compartiera sus funciones legislativas con el Bouleuterion– al tiempo que comenzó a progresar el espíritu democrático con las llamadas “Constituciones”, tanto la del propio Solón como, posteriormente, ocurriría con las de Clístenes y el gran Pericles aprobadas en los siglos VI y V a.C. para regular la participación de los atenienses en la vida pública y rechazar el poder arbitrario.

Estas normas –que se grabaron en rodillos de madera giratorios para que todos los atenienses pudieran leerlas en la Acrópolis, como luego harían los romanos en el Foro con las XII Tablas cinceladas sobre bronce– fueron un gran paso adelante en su tiempo pero no debemos olvidar que la palabra Constitución hay que entenderla en un sentido muy amplio del término porque esa misma sociedad no dejaba que las mujeres salieran solas a la calle, de noche, sin un hombre que las acompañara o viajar con más de tres vestidos; ni a los extranjeros –cualquier persona que no fuese de Atenas recibía el despectivo nombre de meteco– se les permitía ser propietarios de una casa o asistir a los debates del Bouleuterion con los ciudadanos, otro supuesto castigado con la pena máxima.

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