No todos los derechos y libertades que establece la Constitución Española de 1978 tienen las mismas garantías. El núcleo esencial está formado por los Arts. 15 a 29 CE que proclaman los derechos fundamentales y las libertades públicas, en la sección 1ª del capítulo II del Título I. Estos preceptos sólo pueden desarrollarse mediante una ley orgánica (no ordinaria) y si tuvieran que revisarse, total o parcialmente, se procedería a modificarlos de acuerdo con el complejo procedimiento previsto por el Art. 168.1 CE para la reforma constitucional [aprobación por mayoría de 2/3 de cada Cámara antes de disolverlas, convocar nuevas elecciones y que las nuevas Cortes Generales, surgidas de aquel proceso electoral, vuelvan a aprobar la reforma por esa misma mayoría y someter la decisión a referéndum para que el pueblo la ratifique]; asimismo, estos preceptos constitucionales vinculan a todos los poderes públicos (son invocables directamente ante los tribunales de justicia sin necesidad de que ninguna norma los desarrolle) y, por último, puede recurrirse en amparo al Tribunal Constitucional para que los proteja. En ese marco tan específico es donde el Art. 25.1 CE establece el principio de legalidad penal: Nadie puede ser condenado o sancionado por acciones u omisiones que en el momento de producirse no constituyan delito, falta o infracción administrativa, según la legislación vigente en aquel momento.
En nuestro legado constitucional, este principio que suele resumirse con la regla latina de lex scripta, lex previa y lex certa también tuvo su reflejo en las anteriores leyes fundamentales españolas; por ejemplo, el Art. 28 de la Constitución de la II República (1931) estableció que Sólo se castigarán los hechos declarados punibles por ley anterior a su perpetración. Nadie será juzgado sino por juez competente y conforme a los trámites legales; de igual modo que el Art. 9 de la Constitución de 1837 previó que Ningún español puede ser procesado ni sentenciado sino por el juez o tribunal competente, en virtud de leyes anteriores al delito y en la forma que éstas prescriban.
En el ámbito internacional, la legalidad penal se citó en el Art. 8 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano que los revolucionarios franceses acordaron en París el 26 de agosto de 1789: La ley sólo debe establecer penas estricta y evidentemente necesarias, y nadie puede ser castigado sino en virtud de una ley establecida y promulgada con anterioridad al delito, y aplicada legalmente; o en el Art. 11.2 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, aprobada por la ONU el 10 de diciembre de 1948: Nadie será condenado por actos u omisiones que en el momento de cometerse no fueron delictivos según el Derecho nacional o internacional. Tampoco se impondrá pena más grave que la aplicable en el momento de la comisión del delito. Posteriormente, las Naciones Unidas refrendaron este principio en el Art. 15.1 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, de 19 de noviembre de 1966: Nadie será condenado por actos u omisiones que en el momento de cometerse no fueran delictivos según el derecho nacional o internacional. Tampoco se impondrá pena más grave que la aplicable en el momento de la comisión del delito. Si con posterioridad a la comisión del delito la ley dispone la imposición de una pena más leve, el delincuente se beneficiará de ello.
Finalmente, en el marco del Consejo de Europa, el Art. 7 del Convenio Europeo de Derechos Humanos, de 4 de noviembre de 1950, invoca el conocido aforismo de no hay pena sin ley para afirmar que: Nadie podrá ser condenado por una acción o una omisión que, en el momento en que haya sido cometida, no constituya una infracción según el derecho nacional o internacional. Igualmente no podrá ser impuesta una pena más grave que la aplicable en el momento en que la infracción haya sido cometida.
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