A comienzos del siglo XVII, uno de los mayores precursores del Derecho Internacional, el jurista holandés Hugo Grocio (habitual denominación castellanizada de Hugo de Groot) publicó su conocida obra De iure belli ac pacis (Sobre el derecho de la guerra y la paz) donde reflexionó sobre esta regla al afirmar que: Mas, no soliendo permitir las ciudades que otra ciudad armada penetre en su territorio a título de exigir una pena, ni convenga esto, síguese que la ciudad en la cual mora el que es convicto de culpa debe hacer una de las dos cosas, o castigar, requerida ella, al delincuente, según su mérito, o permitir que se le castigue al arbitrio del interpelante; esto último es entregar, lo cual frecuentísimamente ocurre en las historias [Libro II, capítulo XXI, párrafo IV]. Desde entonces, este principio –expresado con el brocardo: aut dedere aut iudicare– suele traducirse como la obligación de extraditar o de juzgar al presunto autor de un delito a aquel Estado que se sienta lesionado por su conducta.
Para la jurisprudencia del Tribunal Supremo español, este criterio trata de evitar que un hecho estimado delictivo quede impune, habida cuenta [de] que la comunidad internacional tiende a considerar delictivos las mismas clases de hechos, en el contexto de determinados campos de interés general [STS 592/2014, de 24 de julio].
Esta fórmula suele formar parte de los convenios internacionales que se vienen adoptando desde la segunda mitad del siglo XX; por ejemplo, el art. 7 del Convenio para la represión del apoderamiento ilícito de aeronaves hecho en La Haya, el 16 de diciembre de 1970, establece que: El Estado Contratante en cuyo territorio sea hallado el presunto delincuente, si no procede a la extradición del mismo, someterá el caso a sus autoridades competentes a efectos de enjuiciamiento, sin excepción alguna y con independencia de que el delito haya sido o no cometido en su territorio.
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