En el curso de la Revolución [Francesa de 1789]
se instauró un modelo museístico que inspirará, en gran medida, los principales museos y galerías españoles del siglo XIX. En opinión de María Bolaños, la idea misma del museo público es una creación de los ilustrados franceses que, desde mediados de siglo [XVIII],
habían defendido el derecho de la nación a conocer las colecciones reales; es decir, se nacionalizaba el patrimonio artístico de las clases privilegiadas del Antiguo Régimen para conformar los fondos de las nuevas pinacotecas
con las pertenencias patrimoniales de los monarcas, desperdigadas por sus residencias y palacios, determinando de modo decisivo la personalidad y el perfil de estos nuevos establecimientos artísticos [1]. El
Museo del Prado –
considerado unánimente como el buque insignia de la cultura española– [2] tuvo su origen
hacia fines del siglo XVIII bajo el reinado de Carlos III, según los proyectos [de Juan de]
Villanueva, célebre arquitecto español. El edificio se destinó, en un principio, a Museo de Historia Natural, pero este proyecto no se llevó a cabo. Su construcción se llevó a cabo [sic]
bajo Carlos IV, y no tardó en ser abandonada a causa de las circunstancias políticas [durante la Guerra de la Independencia, los soldados franceses lo utilizaron como establo].
Así, que sobre Fernando VII recayó el honor de haber fundado el Museo que hoy es admiración del mundo entero [3].
Al escribir este resumen, el coleccionista de arte francés Charles Davillier olvidó mencionar la indudable aportación de
José I Bonaparte; de igual modo que la historia constitucional española suele prescindir del
Estatuto de Bayona en beneficio de
La Pepa. Fue el hermano mayor de Napoleón quién firmó el
decreto de 20 de diciembre de 1809 por el que se fundó
en Madrid un Museo de Pintura que contendrá las colecciones de diversas escuelas, y a este efecto se tomarán de todos los establecimientos públicos y aun de nuestros palacios los cuadros que sean necesarios para completar la reunión que hemos decretado. A partir de ese marco legal, cuando Fernando VII regresó al trono, también retomó el deseo de contar con una de las primeras pinacotecas de Europa que, por fin,
abrió sus puertas el 19 de noviembre de 1819.
Entre los incalculables fondos del Museo del Prado figuraba el popularmente denominado «Tesoro del Delfín», o, según los viejos inventarios, «Alhajas del Delfín» (…) un conjunto de vasos preciosos que, procedentes de la riquísima colección de Luis, gran delfín de Francia, vinieron a España como herencia de su hijo Felipe, primer rey de la rama borbónica española, que reinó bajo el nombre de Felipe V (…). La posesión de este tipo de bienes no se debía únicamente al amor por la belleza o al placer del coleccionismo, sino que, dado su precio y su rareza, solo príncipes y magnates podían adquirirlos, por lo que se convirtieron en símbolos de poder y magnificencia, así como expresión de cualidades morales y simbólicas, además de poseer supuestas propiedades mágicas y profilácticas, idea recogida desde la Antigüedad y plasmada en los lapidarios medievales, pues están realizados total o parcialmente con piedras naturales, labrados en la masa del mineral y ornados con guarniciones de metales preciosos, a veces enriquecidas con esmaltes y piedras preciosas. Según atestigua la documentación francesa, Luis XIV [padre del gran delfín de Francia y, por lo tanto, abuelo del rey Felipe V de España] dispuso que se enviara a su nieto una selección bien sopesada de las mejores piezas existentes en la colección del delfín, colección que, en algunos aspectos, sobrepasaba la propia del rey. De ahí la importancia del conjunto madrileño, pese a su escaso número (ciento sesenta y nueve piezas de un total de seiscientas noventa y ocho contabilizadas en 1689).
(…) En 1776, Carlos III, considerando la rareza de sus materiales y el interés científico –no artístico– que pudieran tener, ordena entregar las alhajas al Real Gabinete de Historia Natural, para el que Juan de Villanueva había construido el edificio que alberga actualmente el Museo del Prado (…). El saqueo perpetrado por las tropas francesas en su retirada de 1813 incluye el Real Gabinete, del que se extraen las alhajas, empacadas sin sus estuches. Pese a los intentos del Empecinado por cortarles el paso, llegan vía Orleans hasta París, de donde son devueltas en 1815, con la pérdida de doce vasos y numerosos deterioros y faltas. De nuevo instaladas en el Real Gabinete, las alhajas son cedidas por Isabel II al Real Museo de Pinturas, denominado posteriormente Museo Nacional del Prado, considerando que su valor artístico prima sobre su rareza mineralógica, lo que se realiza en 1839 en medio de una gran polémica. Expuestas desde entonces, se descubre un grave expolio en 1918, a causa de los hurtos continuados de un empleado del Museo. Esto conlleva la desaparición de once piezas y el deterioro de treinta y cinco [4].
Aquel robo del Tesoro del Delfín pasó a la historia procesal española porque fue el primer caso famoso resuelto en España gracias al estudio de las huellas dactilares y al uso de fotografías [5] por iniciativa del jefe de la brigada de investigación, el comisario Ramón Fernández Luna, fallecido el 3 de marzo de 1929 y considerado, por la prensa de su época, como el Sherlock Holmes español. Eran los primeros tiempos de la inspección ocular técnico-policial.
El 20 de septiembre de 1918, el director del Museo del Prado, el pintor José Villegas Cordero, denunció el robo que se descubrió porque, al realizar el inventario de las alhajas, comprobaron que dieciocho piezas del tesoro faltaban o habían sido gravemente dañadas (luego se supo que el denunciante fue, en realidad, el oficial de secretaría). Luna llegó al Museo (...) cerró las puertas, detuvo a cuantos visitantes halló, y tomó las huellas dactilares que ofrecía la vitrina. Las dos primeras precauciones eran inútiles, porque el robo no acababa de consumarse, ni mucho menos. antes bien, hacia dos meses que uno de los celadores, Anselmo Arribas, había informado de su creencia de que faltaban objetos del vitrina al conserje, José García, ´mas éste se había limitado a encogerse de hombros (...) El robo era obra de mucho tiempo y llevada a cabo por alguien perteneciente al Museo [6]. Durante las siguientes semanas se sucedieron las continuas críticas en la prensa, acusando a los directivos de la pinacoteca de negligentes mientras su Patronato dimitía tratando de depurar responsabilidades.
En menos de un mes, las pesquisas policiales descubrieron que uno de los objetos robados había sido empeñado en el Monte de Piedad, tres meses antes, por 150 pesetas; y el 12 de octubre de ese mismo año se detuvo en la mina La Culebrina (Jaén) a Rafael Coba, el principal sospechoso; se trataba de un antiguo funcionario del Museo de Pinturas –que trabajó en él desde principios de 1917 hasta abril de 1918–, recién casado con Isidra Asunción Rodríguez, fichado por la policía y a punto de ser despedido por su mala conducta (…), poco trabajador y muy aficionado al juego por lo que, como sucede a todos los que juegan –según el testimonio de Alejandro Varela, otro empleado del Prado que también fue acusado de participar en el robo– unas veces disponía de dinero y otras necesitaba pedirnos a los demás para pagar la casa.
Del 15 al 20 de noviembre de 1920 se celebró el juicio que finalizó, después de seis sesiones, con la lectura del veredicto por parte del jurado; fue tan polémico y benévolo que proporcionó al diario
ABC un titular a doble columna para la página 15 del periódico del día 21:
EL ROBO EN EL MUSEO DEL PRADO. TODOS LOS PROCESADOS EN LIBERTAD.
El jurado declaró la
inculpabilidad de todos los procesados [la propia Isidra, otros tres celadores del museo (Darío Fernández, Félix Velloso y el mencionado Alejandro Varela) y un platero perista (Isidro Agruña)] excepto de Rafael Coba, que fue condenado a seis meses y un día de arresto como encubridor, pero como ya llevaba dos años en prisión preventiva,
fué puesto en libertad. En su versión de los hechos, la defensa del vigilante sólo admitió haber sido un mero intermediario entre el
receptador y el verdadero ladrón al que llamaba “Pedro Lara” que, durante varios días, fue sustrayendo las piezas de las tres vitrinas instaladas en la galería central, utilizando para ello una copia de aluminio de las llaves que abrían las cerraduras; actuando por la noche, desde el patio de la calefacción.
Todos los robos y destrozos no le proporcionaron [a Coba]
más allá de tres mil pesetas [6].
El hecho de que nunca se terminara de recuperar toda la colección, unido a la inaudita sentencia absolutoria, a pesar de la notable labor de investigación que desarrolló la policía, provocó un aluvión de críticas por parte de diversos sectores de la sociedad –no solo políticos o periodísticos sino también en el círculo de intelectuales (de la talla de Valle-Inclán, Jacinto Benavente, Azorín o Pío Baroja) –y, finalmente, el subdirector [José Garnelo] y el director del Museo del Prado [Villegas] tuvieron que presentar sus dimisiones al ponerse en evidencia las escasas medidas de seguridad del edificio.
Aquel juicio -como criticó, indignado, el historiador soriano Gaya Nuño- fue una comedia bufa e indignante, perfectamente demostrativa de que, para los Tribunales de justicia, no constituía delito menoscabar, de modo tan bárbaro cual se relató, el Tesoro Artístico Español (...) Semejante desafuero jurídico, del que ni siquiera se le ocurrió al abogado del Estado recurrir [la sentencia] al Supremo, invitaba a que cada ciudadano entrase al Museo, robara y mutilara, o vendiera a peristas cuanto se le antojase [6].
Citas: [1] BOLAÑOS, M. Historia de los museos en España. Gijón: Trea, 1997, pp. 137-139. [2] AMÓN, R. Los secretos del Prado. Madrid: Temas de hoy, 1997, p. 39. [3] DAVILLIER, C. Citado en CAMPOY, A. M. El Museo del Prado. Madrid: Giner, 1970, p. 28. [4] ARBETETA MIRA, L. Colección del Tesoro del Delfín. Fundación Amigos del Museo del Prado. [5] MULET, J. M. La ciencia en la sombra. Barcelona: Destino, 2016, p. 40. [6] GAYA NUÑO, J. A. Historia del Museo del Prado (1819-1969). León: Everest, 1969, pp. 143 a 154.