La tarde del sábado, 4 de febrero de 1888, se congregó una multitud de personas en las calles de Riotinto (Huelva). Si examinamos aquellos hechos decimonónicos con la mentalidad del siglo XXI y comparamos esa protesta con cualquiera de las acciones que lleva a cabo, por ejemplo, Greenpeace para luchar hoy en día contra el cambio climático, lo más probable es que los sucesos de este pueblo onubense se catalogarían como el movimiento obrero de unos mineros que se quejaban por las pésimas condiciones laborales y sociales en las que desarrollaban su trabajo, alentados por el sindicalismo tan activo en aquel entonces y que finalizó con un baño de sangre por la contundencia que empleó el ejército contra ellos en el “año de los tiros” –fue la primera gran huelga minera de la historia contemporánea, en palabras de la profesora Ferrero Blanco [1]–; pero, si adaptamos nuestra perspectiva a finales del siglo XIX y contextualizamos aquella marcha en su época –cuando la incipiente defensa del medioambiente obedecía más a un elemento económico que ecológico (recordemos que la preocupación legal por nuestro entorno no surgió hasta la segunda mitad del siglo XX)– y analizamos sus singulares consecuencias jurídicas, entonces sí que es posible considerar que aquella fue la primera manifestación ecologista de la historia.
Situémonos: el 3 de enero de 1874, el general Pavía disolvió la Asamblea Nacional, puso fin a la I República (1873-1874) y estableció un ministerio de coalición que intentó poner fin a los cantonalismos, la guerra carlista, la insurrección de Cuba y la penuria económica que vivía el país. Cánovas del Castillo, un hábil político al estilo inglés, se encargó de la Regencia a partir de aquel momento, en espera de que se restaurase la monarquía constitucional, pero el 29 de diciembre de 1874, el general Martínez Campos precipitó los acontecimientos al proclamar a Alfonso XII como rey de España [2], dando paso a la Restauración (1875-1902): la época que institucionalizó la alternancia en el poder de los partidos Conservador y Liberal (el turno de partidos).
Al mismo tiempo, en ese marco histórico, surgieron las primeras organizaciones obreras que, en un primer momento, estuvieron ilegalizadas hasta que, en 1881, con la llegada de los liberales al poder (…) el primer gobierno de Sagasta les permitió salir de la clandestinidad. Tolerancia que, no obstante, fue acompañada de una dura represión de su actividad reivindicativa [3].
El conflicto de Riotinto tuvo su origen en la efímera I República. En 1873, el Gobierno de Madrid decidió vender estas minas onubenses a un consorcio de bancos germano-británico que se constituyó en Londres ese mismo año. El objetivo de las autoridades españolas era obtener liquidez para la maltrecha economía del país, uno de los más pobres de la Europa Occidental, con la inmejorable llegada de capitales extranjeros [1] y lo consiguió: la Río Tinto Company Limited pagó 3.500.000 libras esterlinas o 92.800.000 pesetas [4] por la concesión que explotó los yacimientos de cobre destinados, en especial, a la industria química, hasta 1954, cuando la empresa londinense vendió la compañía a una sociedad española.
El método que se empleaba era el de cementación artificial, teleras o calcinación al aire libre que consistía en colocar toneladas de mineral en grandes montones o pirámides (las teleras), sobre ramajes secos y cubiertos por ellos al aire libre, a los que se prendia fuego. Ardian ininterrumpidamente entre seis y doce meses y, tras desprender por combustión el azufre que contenían y mediante posteriores lavados de “aguas agrias” de la mina, daban lugar a la precipitación del cobre puro. El desprendimiento de gases sulfurosos que resultaba de esta operación llegaría a ser de magnitudes intolerables en época de la Compañía de Río Tinto, llegando a calcinarse más de 2.000.000 de toneladas al año y a desprender hasta 600 toneladas de gases tóxicos diariamente. En la época de [el Marqués de] Remisa –que arrendó las minas entre 1830 y 1849– las cantidades fueron muy inferiores y no se pudo intuir el peligro en el aspecto de insalubridad, pero sí se resintió la comarca en cuanto a la deforestación que sobrevino a esta práctica. En 1847 se envió un inspector a la zona y se calculó que la riqueza forestal de Riotinto, que había sido evaluada en 1829 en 500.000 pesetas había descendido a 50.000. A Remisa no se le permitió prorrogar el contrato y fue acusado de expoliación (…) [5].
Los obreros que trabajaban en esas condiciones denominaban “días de manta” a aquellas jornadas laborales en que el humo de las teleras era tan espeso que formaba a ras del suelo una manta de niebla que no permitía ver lo imprescindible para trabajar. Por ese motivo, esos días se dejaba de cobrar la mitad o el tercio del día, según el tiempo de inactividad justificada. (…) Por su parte, los agricultores, a los que igualmente perjudicaban los humos de las calcinaciones, habían constituido una Liga Antihumista, con el municipio de Zalamea a la cabeza (…) [5].
El 26 de septiembre de 1886, el Ayuntamiento de Calañas (Huelva) –según consta en la Real Orden de 16 de diciembre de 1887 (Gaceta de Madrid, del 17)– en virtud de reclamaciones formuladas por varios vecinos, y previos algunos informes facultativos, acordó prohibir la calcinación al aire libre de sustancias minerales, de cuyo acuerdo se alzó ante el Gobernador el representante de la Sociedad minera Thársis y que dicha Autoridad decretó la suspensión del acuerdo municipal, ínterin se resolviera el asunto principal. La decisión provincial fue recurrida por 11 vecinos ante el Ministerio de la Gobernación que, finalmente, les dio la razón, dejando sin efecto la resolución de la Diputación, amparándose en su incompetencia porque, de acuerdo con los Arts. 72, 73, 83 y 171 de la Ley Municipal vigente en aquel momento, la Casa Consistorial calañesa tenía la competencia exclusiva en el gobierno y dirección de los intereses peculiares de los pueblos, y en particular todo lo referente á policía urbana y rural, limpieza, higiene y salubridad.
Con el respaldo del gobierno nacional, otros municipios onubenses decidieron imitar al Ayuntamiento de Cabañas entre finales de 1887 y comienzos de 1888 (El Cerro, Alosno, Almonaster y todos aquellos en los que se practicaba el sistema) [1] pero, en el caso de Riotinto se encontraron con la dificultad de que gran parte de la corporación –incluido el alcalde– trabajaba para la Río Tinto Company Limited.
El 4 de febrero de 1888, tanto la manifestación de los obreros –que partió de Nerva y se encontraban de huelga desde el día 1– como la de los agricultores de la Liga Antihumista, procedentes de Zalamea, confluyeron a la entrada de Riotinto, formando una numerosa muchedumbre de hombres, mujeres, niños, una banda de música y la comisión integrada por representantes de los diversos pueblos. En la Plaza de la Constitución riotinteña les aguardaba el Regimiento de Pavía para imponer el orden público. Sin que se hayan terminado de aclarar las circunstancias -nunca se dirimieron responsabilidades [1]-, alguien gritó “¡fuego!” y la compañía del ejército se colocó en dos filas: la primera fila se arrodilló y disparó contra la masa de gente de la plaza, mientras la segunda se mantuvo de pie y lo hizo por encima de las cabezas de sus compañeros. También se habla en varias de las fuentes de que la descarga duró más de un minuto y después se siguió “a bayonetazos” [5]. El informe oficial habló de 13 muertos y 35 heridos de bala aunque la tradición popular eleva esa cifra hasta los tres centenares de fallecidos.
Desde un punto de vista jurídico –y, medioambiental, en concreto– aquella pionera manifestación ecologista tuvo una consecuencia inmediata: la Reina Regente del Reino María Cristina firmó el Real Decreto de 29 de febrero de 1888 prohibiendo las calcinaciones al aire libre de los minerales sulfurosos en los plazos y condiciones que se expresan.
Francisco Jover y Joaquín Sorolla Jura de la Constitución por S.M. la Reina Regente Dª María Cristina (1897) |
Algunos de sus preceptos eran insólitos en la España del siglo XIX, adelantándose al debate desarrollismo versus conservacionismo: La cuestión entre las industrias metalúrgicas y los pueblos de la provincia de Huelva coloca en abierta pugna y en lucha poco menos que irreconciliable intereses de otro orden. De una parte, los pueblos reclaman directamente, ó por el órgano autorizado de sus Ayuntamientos, que cesen las calcinaciones al aire libre, alegando que las enormes masas de gas sulfuroso que arrojan las teleras al espacio hacen la atmósfera irrespirable, perjudican la salud de las personas, son causa de enfermedades gravísimas, destruyen las plantas y el arbolado, y arrebatan al suelo los elementos indispensables para la vida vegetal, á la vez que los desagües vitriólicos de la cementación alteran las aguas de los ríos, con grave daño de las industrias pecuaria y pescadora, próximas á desaparecer en aquella extensa zona, si se perpetúan las condiciones en que actualmente vive, como la agricultura y todas las artes de ella derivadas.
(…) Las Empresas mineras, la numerosísima población de obreros á que éstas dan trabajo y sustento, y aun alguna Corporación de la provincia, interesadas en que acrezca su prosperidad industrial, interés, por otra parte, plausible por el fin á que se encamina, alegan y prueban que las fábricas de beneficio de los minerales y las minas, cuyos productos transforman, han consagrado á esta industria cuantiosos capitales y que con su empleo han dotado á la provincia de Huelva de vías férreas de que antes carecía, duplicando el valor de sus productos, fundando centros de población de muchos miles de habitantes y convirtiendo localidades que eran pobres, en comarcas que hoy disfrutan de la abundancia y de la riqueza. Alegan, además, que la supresión de las calcinaciones al aire libre, por el sacrificio que les impondría la instalación de los aparatos indispensables para adoptar un nuevo sistema de beneficio y por la naturaleza de los minerales que explotan, equivaldría á la desaparición, ó por lo menos á la decadencia de aquella floreciente industria, produciendo, como efecto de este resultado, la ruina y el empobrecimiento de la extensa comarca en que están situadas las minas.
Tales son los términos de esta contienda, que ha llegado á un punto crítico y que es indispensable resolver.
Y la solución consistió en prohibir las calcinaciones al aire libre de los minerales sulfurosos; establecer el deber de las fábricas de adoptar otro procedimiento, esterilizando sus humos de manera que no produzcan daños á la agricultura ni á la salud pública, reduciendo gradualmente el número de toneladas de mineral que calcinan hoy al aire libre, hasta que el 1 de enero de 1891 ya no se permitiría calcinar minerales sulfurosos. Por último, el Gobierno español se comprometió a conceder a las fábricas, por ley, las ventajas arancelarias y tributarias que considere oportunas, como compensación del quebranto que pueda causarles la prohibición del método que actualmente emplean para beneficiar los minerales ferro-cobrizos.
Lamentablemente, esta novedosa reglamentación solo perduró dos años y medio. El Real Decreto de 18 de diciembre de 1890 (Gaceta del 19) suspendió los efectos del de 29 de Febrero de 1888 en cuanto establece que no se permita calcinar minerales sulfurosos al aire libre, manteniendo el estado actual de las explotaciones y sus procedimientos de beneficio hasta que se promulgue el proyecto de ley que se acerca del particular presentará el Gobierno en su día á las Cortes.
El cambio de criterio, de acuerdo con su exposición de motivos, se debió a que el Ministerio de Gobernación pidió un informe á la Real Academia dé Medicina por Real orden de 15 de Junio de 1889 y 9 de Marzo de 1890, satisfaciendo la indicación del Consejo de Estado que sostenía ya en aquella época lá necesidad de revisar en su fondo el Real Decreto de 29 de Febrero, y de contar para ello con datos ciertos; de los que resultó –según los académicos– que la provincia de Huelva es de las más saludables de España, y los pueblos más inmediatos á las oficinas de beneficio acusan mortalidad inferior á la generalidad de las poblaciones de la Península, sin que en el cuadro de enfermedades se revele que puede existir relación alguna entre el gas sulfuroso y la patología dominante en los pueblos de la zona minera, viniendo á concluir en que los productos contenidos en los humos poseen la difusibilidad suficiente para que á cierta distancia de los orígenes no sean de ordinario perceptibles, ni al parecer perjudiquen al organismo, y que hasta el presente no se ha comprobado en la comarca minera de Huelva, daño positivo en la salud pública que pueda atribuirse á las calcinaciones al aire libre [hoy en día, el contenido de este Real Decreto sería el prototipo de la "posverdad"].
(…) Decidido ya por tan autorizados informes que la salud pública no aparece afectada ni comprometida por el estado actual de las calcinaciones al aire libre, quedaba descartada la competencia del Ministerio de la Gobernación para entender en este asunto, y se está en el caso de restituir al Ministerio de Fomento el expediente, á fin de que prepare y elabore el proyecto de ley.
Al final, surgieron nuevos métodos de extracción, menos contaminantes y problemáticos y hasta más rentables, como la oxidación y lixiviación del mineral; y la última telera se apagó en 1907, quedando aquella protesta tan temprana oponiéndose a un sistema de beneficio perjudicial para tierras y hombres como un hito [1].
Citas: [1] FERRERO BLANCO, Mª. D. “El año de los tiros”. En Revista Andalucía en la Historia, nº 13, 2006. [2] PÉREZ VAQUERO, C. Con el derecho en los talones. Valladolid: Lex Nova, 2010, p. 253. [3] MARTORELL, M. y JULIÁ, S. Manual de historia política y social de España (1808-2011). Barcelona: RBA, 2012, p. 170]. [4] PÉREZ LÓPEZ, J. M. “El Archivo Histórico Minero de Fundación Río Tinto como ejemplo de archivo del mundo del trabajo”. En Revista Andaluza de Archivos, nº 2, 2009. [5] FERRERO BLANCO, Mª. D. “Los sucesos de Riotinto de 1888 según los directores de la Rio Tinto Company Limited”. En Revista de Historia Industrial, nº 14, 1998.
Cuadro: Antonio Romero Alcaide | La masacre del 4 de febrero de 1888 (ca. 1950).