En anteriores entradas ya hemos tenido ocasión de referirnos al Código de las Siete Partidas que se redactó durante el reinado de Alfonso X el Sabio, de Castilla y León. Para los historiadores, se trata de uno de los llamados códigos universales porque abarca todas las ramas del Derecho desde un punto de vista legal, práctico y doctrinal. La obra, que comenzó a ser escrita en 1256, no se terminó –al parecer– hasta 1265; cerca de diez años para crear este cuerpo de leyes que intentaba dar unidad legislativa a un reino fraccionado en multitud de fueros. El texto contiene un prólogo y siete partidas, divididas en 182 títulos; en total 2.802 leyes o reglas que regulan el sistema de fuentes (ley, uso, costumbre y fuero) y el Derecho eclesiástico, político, administrativo, procesal, civil, mercantil, matrimonial y penal de la Corona.
En concreto, en el título II –Del demandador et de las cosas que ha de catar– de la III Partida, la Ley XLVI dispone lo siguiente: Constreñido non debe seer ningunt home, que faga demanda a otro, mas él de su voluntad la debe fazer si quisiere; fueras ende en cosas señaladas, quel pueden los judgadores apremiar segunt derecho para fazerla: la una dellas es quando alguno se va alabando et diciendo contra otro que es su siervo ó va enfamándolo dicendo del otro mal entre los homes; ca en tales cosas como estas ó en otras semejantes dellas bien se puede querellar aquel contra quien son dichas al juez del logar; et pedir que constringa a aquel que las dixo quel faga demanda sobre ellas en juicio et que las pruebe o se desdiga dellas, ó quel faga otra emienda qual el judgador entendiere que será guisada. Et si por aventura fuese rebelde que non quisiese facer su demanda despues quel judgador gelo mandase decimos que debe dar por quito al otro para siempre, de manera que aquel nin otro por él nol pueda facer demanda sobre tal razón como esta. Et aun decimos que si dende adelante se tornase á decir del aquel mal que ante habia dicho, quel judgador gelo debe escarmentar de manera que otro ninguno non se atreva á enfamar nin á decir mal de los homes torticeramente.
Con la redacción propia del siglo XIII, nos encontramos ante la denominada acción de jactancia que el Diccionario jurídico del juez Fernando Gómez de Liaño define como aquella que va dirigida a obligar a una persona que se jacta de tener un derecho frente al actor, a que lo ejercite en el correspondiente juicio, bajo apercibimiento si no lo hiciere en el plazo determinado o no lo demostrare de ser condenado a perpetuo silencio [1]. Por su parte, según el Diccionario del Español Jurídico nos encontramos ante una acción que se dirige a obligar a quien, mediante actos, palabras o el mero silencio, pone en duda la existencia de un derecho ajeno a que ejercite en plazo determinado las acciones que le correspondan o, de no hacerlo, mantenga definitivo silencio en cuanto al supuesto derecho.
¿En pleno siglo XXI sigue en vigor aquella norma medieval? Sí.
De hecho, en España contamos con más de doscientas resoluciones judiciales en las que se ha invocado por alguna de las partes. Entre todas ellas, es probable que la más conocida sea la sentencia 9966/1988, de 20 de mayo, del Tribunal Supremo [ECLI:ES:TS:1988:9966]. Aunque en el fallo, el magistrado ponente declaró no haber lugar al recurso de casación interpuesto por entender que, en ese caso en concreto, no se produjo acción de jactancia, sino declarativa, cuando en el suplico de la demanda se fija claramente la pretensión del actor de declaración del derecho a tener acceso a un determinado terreno; en sus fundamentos de derecho, también se planteó la infracción de la Ley 46, Título II, Partida Tercera de la Ley de Partidas; sabido es que dicha Ley 46 regula la "acción de jactancia".
Y la Sala de lo Civil de nuestro Alto Tribunal señaló al respecto que: si bien ni el Código Civil ni la expresada Ley procesal la recogen [se refiere a la Ley de Enjuiciamiento Civil], ni dicen nada acerca de la misma, la jurisprudencia de esta Sala tiene declarada la vigencia de la tan meritada Ley 46 a los efectos que le son propios, "que el que se jacta de un derecho lo ejercite en el término que se le fije y de no hacerlo se le impone perpetuo silencio".
Cita: [1] GÓMEZ DE LIAÑO, F. Diccionario jurídico, 2ª ed. Salamanca: Cervantes, 1983, p. 13.
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