lunes, 8 de junio de 2020

La teoría del tiranicidio según el padre jesuita Juan de Mariana

Juan de Mariana [Talavera de la Reina (Toledo), 1536 − Toledo, 1624] fue un destacado teólogo jesuita, historiador y filósofo español que, en 1599, publicó su polémico libro De Rege et regis institutione en el que analizó, entre otras cuestiones que pretendían ayudar en la educación del rey Felipe III, cuáles eran el origen, los límites y el carácter del poder monárquico, las ventajas y desventajas de las distintas formas de gobierno y, por lo que a nosotros se refiere, su opinión sobre el tiranicidio. Un criterio muy personal que estuvo condicionado por los acontecimientos que el propio autor vivió en París durante la peor época de intolerancia religiosa que padeció Francia a finales del siglo XVI, la matanza de San Bartolomé, mientras impartía clases en el Colegio de Cleremont. Como recuerda Rogelio Fernández Delgado (*): En un principio esta obra no tuvo problemas con la censura y fue recibida sin causar mucha expectación. Escrito en latín, con el tiempo se convirtió en uno de los libros más polémicos e incluso más escandalosos que circulaban por Europa porque se elogiaba el asesinato en 1589 del rey de Francia Enrique III. El 14 de mayo de 1610 fue asesinado su sucesor Enrique IV por el monje Ravillac, hecho por el que los enemigos de la Compañía de Jesús lanzaron el rumor de que el regicida había leído el libro del padre Mariana, lectura que no había tenido lugar según se demostró durante el proceso al que fue sometido el monje tiranicida. No obstante, la obra fue condenada por la Sorbona, y el 8 de junio de 1610 el Parlamento de París acordó que De Rege et regis institutione fuera quemado públicamente, como así se hizo en el atrio de la catedral de París.



¿Cuál era la “Teoría del Tiranicidio” que sostuvo de Mariana para que su obra fuese condenada y quemada en Francia? Así lo narra en su obra:

(…) Enrique III, rey de Francia, fue muerto por la mano de un monje con las entrañas atravesadas por un puñal envenenado. Lamentable espectáculo que en pocos casos será digno de elogio, pero en el que los príncipes pueden comprender que no pueden quedar impunes sus audaces e impías maldades. La potestad del príncipe es muy débil cuando pierde el respeto de sus vasallos. El rey Enrique, que carecía de descendencia, intentaba dejar el reino a su cuñado Enrique, que desde su más tierna edad se hallaba embebido en las más erróneas opiniones religiosas y había sido condenado por los pontífices y privado de su derecho de sucesión, aunque ahora, que ha cambiado de pensamiento, es rey de Francia. Por esta razón, gran parte de la nobleza, de acuerdo con otros príncipes, tanto franceses como de otros países, se había alzado en armas para defender la patria y la religión, y había recibido de todas partes socorros y auxilios. Guisa, en cuyo valor estaban puestas las esperanzas y el destino de Francia, en esta tormenta se puso a la cabeza de este movimiento.


Los reyes rara vez cambian de propósito. Y así, Enrique, para oponerse y vengarse de los nobles, llamó a Guisa a París con el propósito indudable de asesinarlo. Y como fracasara su propósito, porque el pueblo enfurecido se alzó en armas, abandonó precipitadamente la ciudad. Pasado algún tiempo, simuló haber cambiado de pensamiento, y anuncia públicamente que quiere deliberar con todos los ciudadanos sobre lo que conviene al bienestar público. Reunidos todos los estamentos del Estado en Blesis [Blois], junto a las aguas del Loira, mató en el mismo palacio real a Guisa y a su hermano, el cardenal, que habían asistido a la asamblea confiados en la palabra del rey. Y después, tratando de cubrir el hecho con una capa de derecho, una vez asesinados, manifiesta que son reos de crímenes de lesa majestad, acusándolos, cuando ya no podían defenderse, de alta traición. Además prende a otros muchos, y entre ellos al cardenal de Borbón, que, aunque de edad muy avanzada, era el sucesor legítimo de Enrique por derecho de sangre. e este movimiento.

Con estos sucesos se conmovieron profundamente los ánimos de gran parte de Francia y se rebelaron muchas ciudades exigiendo la abdicación de Enrique por razón del bien público. Y entre ellas, París (…). Cuando se aquietaba el impulso del pueblo y Enrique estaba acampado a unas cuatro millas de París, no sin esperanza de vengarse de la ciudad, y parecía ya que las cosas no tenias remedio, la audacia de un joven volvió a levantar los ánimos. Este joven se llamaba Jacobo Clemente [en francés: Jacques Clément] y era natural de la aldea de Autun conocida como Sorbona y estaba a la sazón estudiando teología en un colegio de los dominicos. Y como hubiera sabido por los teólogos con que cursaba sus estudios que era lícito matar a un tirano, se hizo de varias cartas de los que pública o secretamente eran partidarios de Enrique, y sin tomar consejo de nadie partió hacia el campamento del rey con el propósito de matarlo el 31 de julio de 1589. Creyendo que iba a comunicar al rey secretos importantes, por las cartas que había presentado, se le recibió sin demora y se le citó al día siguiente. Y en efecto, el día primero de agosto, día de San Pedro ad Víncula, una vez celebrada la misa, pudo visitar al rey, que le recibió apenas levantado del lecho y a medio vestir. Después de cambiadas algunas palabras, cuando estuvo próximo al rey, so pretexto de entregarle en mano otras cartas, con un puñal envenenado que ocultaba en la misma mano, lo hirió en la vejiga. ¡Serenidad insigne, hazaña memorable! Traspasado el rey de dolor, hirió con el mismo puñal a su asesino en el pecho y en el ojo, al mismo tiempo que gritaba: “Al traidor, al parricida”.



Los cortesanos, conmovidos por suceso tan inesperado, irrumpieron en la cámara del rey y acuchillaron con crueldad y fiereza a Clemente, que ya estaba postrado y exánime. Este no pronunció una sola palabra y más bien mostraba un semblante sereno, porque así evitaba otros tormentos que recelaba que sus fuerzas no podían soportar. Y entre los golpes y las heridas su rostro revelaba la alegría de haber redimido con su sangre la libertad de sus conciudadanos y de su patria. Enrique III de Francia acabó muriendo por una peritonitis el 2 de agosto de 1589.

(…) Sobre la acción del monje no todos opinaron de la misma manera. Muchos la alabaron y lo juzgaron digno de la inmortalidad; otros más prudentes y eruditos, negaron que un particular, por su autoridad privada, pudiere matar a un rey que había sido proclamado por el consentimiento del pueblo, proclamado por el pueblo y ungido y consagrado, según es costumbre, por el óleo santo, aunque las costumbres de este rey se hayan corrompido y haya degenerado su poder en tiranía.

Después de enumerar diversos ejemplos de tiranos que gobernaron el mundo antiguo, el autor reflexiona si: (…) A la vista de tantos y tan terribles ejemplos, creen algunos que debe sufrirse al príncipe reinante, sea justo o injusto, y atenuar con la obediencia los rigores de su tiranía. (…) ¿Qué respeto podrán tener los pueblos a su príncipe (respeto en el que se funda la autoridad) si se les persuade de que pueden castigar las faltas que cometa el rey? Por motivos verdaderos o por motivos aparentes, se turbará a cada paso el más precioso don del Estado, la tranquilidad pública. En su opinión: Se debe proceder con mesura y por grados. Primero se debe amonestar al príncipe y llamarle razón y derecho. Y si se aviniera a razones, si satisficiere los deseos de la nación, si se mostrase dispuesto a corregir sus faltas, no hay para qué pasar más allá ni intentar remedios más amargos. Si, por el contrario, rechazara todo género de observaciones, si no dejara lugar alguno a la esperanza, debe empezarse por declarar públicamente que no se le reconoce como rey. Y como esta declaración provocará necesariamente una guerra, conviene preparar los medios para defenderse, procurarse armas, imponer contribuciones a los pueblos para los gastos de la guerra, y si fuera necesario y no hubiera otro modo posible de salvar la patria, matar al príncipe como enemigo público, con la autoridad legítima del derecho de defensa [DE MARIANA, J. La dignidad real y la educación del rey (De rege et regis institutione). Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 1981, pp. 70 a 80].

PD: el argumentario del jesuita español –más religioso que jurídico o político– fue fruto de la intolerancia en materia de creencias que caracterizó a la Europa de finales del siglo XVI y, en especial, a Francia, a pesar de su Edicto de Nantes; sin embargo, el debate sobre la legitimidad de cometer un tiranicidio surgió en la Antigüedad, con autores como Cicerón, Séneca o Plutarco; y se desarrolló en la Edad Media con las obras del obispo de Chartres (Juan de Salisbury) o santo Tomás de Aquino, por el lado católico; y el libro Vindiciae contra tyrannos, de un hugonote anónimo.

NB: al preparar la defensa de Avelino Arredondo por haber asesinado al presidente uruguayo Juan Idiarte Borda el 25 de agosto de 1897, su abogado, Luis Melián Lafinur apeló, precisamente, a que:  (...) el tiranicidio ha sido y será siempre una teoría defendida por grandes pensadores [MELIÁN LAFINUR, L. Causa política de Avelino Arredondo acusado de homicidio en la persona del presidente de la república, defensa del abogado Luis Melián Lafinur ante el jurado de primera instancia. Montevideo: Imprenta Latina, 1898, p. 49 (*)].

Pinacografía: Charles-Gustave Housez | Asesinato de Enrique IV de Francia y detención de François Ravaillac el 14 de mayo de 1610 (1860). Charles Durupt | Enrique III de Francia poniendo el pie sobre el cadáver de Guisa (1832). Anónimo | Grabado sobre Jacques Clément (s. XVI). 

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