El 21 de mayo de 1940, durante su exilio en la República Dominicana donde llegó a ser catedrático de Criminología y Derecho Penal Comparado en la Universidad de Santo Domingo, el intelectual madrileño Constancio Bernaldo de Quirós (1873-1959) dio la décima conferencia de las veintiuna que conformaban un cursillo que impartió a los estudiantes y profesionales de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales. Hablando sobre los Delincuentes tipos y delincuentes habituales explicó, con su inconfundible tono apasionado, la teoría del iter criminis –según la cual el delito no se manifestaba sino gradualmente, pasando de las formas leves a las más graves, y últimamente a las formas atroces y atrocísimas del crimen– basándose en un célebre parricidio del Renacimiento italiano: (…) Uno de los procesos más memorables de la Roma de los Pontífices (…) llevó al cadalso a la desdichada Beatriz Cenci. La familia Cenci fué una familia tan ilustre en la Roma de los Pontífices por sus desgracias como por sus riquezas. Se jactaba de provenir del cónsul romano (…) Cencius; y hacia fines del siglo XVI, en 1598, un día se vio envuelta en un proceso de extraordinaria resonancia: su jefe, Francesco Cenci, hombre disoluto en todos los vicios, apareció muerto y las sospechas recayeron sobre su propia familia: su mujer, Lucrecia Petroni, su hija, Beatriz Cenci, la hermosísima Beatriz, de diez y seis años, de quien ha dejado un retrato tan conmovedor el gran pintor Guido Reni [1575-1642], los hermanos de ella (…) todos fueron sometidos a los rigores de los procedimientos de entonces.
Beatriz (…) sufrió el tormento con extraordinaria entereza y parece que solo se confesó culpable cuando se le amenazó con la pérdida de su gala más preciosa, la cabellera, la famosa cabellera con que aparece retratada por el Guido [este tormento era conocido por el nombre de ad torturam capillorum (se colgaba a la detenida por su cabello)]. (…) confesó el horrible crimen de incesto de que había sido víctima por parte de la inmunda lascivia de su padre, y fué condenada a muerte después de una defensa de que se encargó nada menos que Próspero Farinaccio [Prospero Farinacci (1544-1618)], quien la desarrolló precisamente negando la posibilidad de que Beatriz Cenci fuera autora del terrible parricidio de que se le acusaba, solo porque en manera alguna el parricidio podía empezar sin ir precedido de otra serie de crímenes ascendentes, desde las contravenciones más leves, lo que faltaba enteramente en el pasado inocente de Beatriz. La defensa, sin embargo, no sirvió para librarla del patíbulo y Beatriz Cenci murió de esta suerte ignominiosa; aún hoy, como digo, se la recuerda y aún hoy es unánime la censura que recae sobre el Pontífice Clemente VIII, el Cardenal Hipólito Aldobrandini [1536-1605], en quien, al parecer, tuvo buena parte para que firmara esta sentencia el deseo de confiscar los bienes de los Cenci, a fin de distribuirlos entre sus familiares y amigos [1].
Guido Reni | Retrato de Beatrice Cenci (1599) |
Dramatizando uno de los momentos cumbre del proceso judicial, el periodista Carlos López-Tapia se imagina la voz airada del Papa y la posterior replica del abogado: «No solo habremos de soportar que haya nobles que maten a su padre, sino que incluso habrá abogados capaces de hablar en su defensa! ¡Nunca lo habríamos creído! ¡Ni por lo más remoto habríamos supuesto algo semejante!». Ante una amonestación tan violenta, todos guardaron silencio, a excepción del abogado Prospero Farinacci, que respondió respetuosamente, pero con firmeza. «Muy Santo Padre, no hemos venido aquí para defender a criminales, sino para tratar de salvar la vida de unos inocentes. Porque si llegáramos a probar que algunos de los acusados han obrado en legítima defensa, espero que, cuando menos, puedan ser perdonados a los ojos de Vuestra Santidad. (…)».Clemente VIII tenía arranques coléricos, pero sabía calmarse y a partir de ahí estuvo paciente y escuchó el alegato de Farinacci, fundamentado esencialmente en lo único que podía constituir motivo de perdón: que Francesco Cenci había perdido su condición de padre el mismo día en que violentó sexualmente a su hija por primera vez [2].
Los hechos que nos narran ambos autores transcurrieron el 9 de septiembre de 1598 en el castillo familiar de La Rocca, situado en el municipio latino de Petrella Salto, en el camino hacia Nápoles. Aquel día, la segunda esposa del conde Francesco Cenci –se pronuncia /Chenchi/–, llamada Lucrezia Petroni; tres de los hijos que tuvo con su primera esposa, Ersilia Santacroce, el primogénito Giacomo, Beatrice y Bernardo; y dos criados a su servicio, Olimpio Calvetti y Marzio da Fioran, intentaron acabar con la vida del patriarca familiar –suministrándole veneno y simulando el asalto de unos bandidos napolitanos– pero fracasaron. Al final, con la promesa de recibir mil piastras cada uno, los sirvientes terminaron matándolo a golpes de martillo mientras dormitaba, a causa del opio que le habían administrado su esposa e hija, y lanzaron su cuerpo por un balcón con el objetivo de simular un fatal accidente.
En su obra Crónicas italianas [Chroniques italiennes (recopilación que se publicó de forma póstuma en 1855)], Stendhal (1783-1842) dedicó todo un relato a Los Cenci bajo el elocuente título de: Historia autentica de la muerte de Santiago [castellanización de Giacomo, que estudió en la Universidad de Salamanca] y Beatriz Cenci, y de Lucrecia Petroni Cenci, su madrastra, ejecutados por delito de parricidio el sábado 11 de septiembre de 1599, bajo el reinado de nuestro santo padre el papa Clemente VIII Aldobrandini.
Comienza así: La execrable vida que llevó siempre Francisco Cenci, nacido en Roma y uno de nuestros conciudadanos más opulentos, acabó por labrar su perdición. Arrastró a una muerte prematura a sus hijos, jóvenes fuertes y valerosos, y a su hija Beatriz, que, aunque apenas tenía dieciséis años cuando fue al suplicio (…), era ya considerada como una de las mujeres más bellas de los estados del papa y de toda Italia. (…) Fue sobre todo en tiempos de Gregorio XIII cuando se empezó a hablar mucho de Francisco Cenci. Se había casado con una mujer muy rica y como correspondía a tan acreditado señor, murió después de darle siete hijos. Poco después casó en segundas nupcias con Lucrecia Petroni, una mujer bellísima y célebre sobre todo por su tez deslumbradoramente blanca, pero un poco demasiado entrada en carnes, defecto corriente de nuestras romanas. Con Lucrecia no tuvo hijos. El menor vicio de Francisco Cenci fue la propensión a un amor infame; el mayor, no creer en Dios. Jamás se le vio entrar en una iglesia. Tres veces encarcelado por sus amores infames, salió del paso dando doscientas mil piastras a las personas que gozaban de predicamento con los doce papas bajo cuyo reinado vivió sucesivamente.
Stendhal cuenta que Giacomo y dos hermanos (Cristóbal y Roque que serían asesinados unos años más tarde) tuvieron que pedirle al Papa que obligara a Francisco Cenci a pasarles una pequeña pension porque, a pesar de sus inmensas riquezas, no quiso vestirlos ni darles el dinero necesario para comprar los más baratos alimentos. (…) Al poco tiempo, encausado por sus amores vergonzosos, Francisco fue a la cárcel por tercera y última vez; los tres hermanos, aprovechando la ocasión, solicitaron una audiencia de nuestro santo padre (…) y le suplicaron, de común acuerdo, que condenara a muerte a Francisco Cenci, su padre, porque, decían, deshonraba su casa. Clemente VIII estaba ya muy inclinado a hacerlo así, pero no quiso seguir su primera idea por no dar gusto a aquellos hijos desnaturalizados, y los echó ignominiosamente de su presencia.(…) Se comprende que el extraño paso que habían dado sus tres hijos mayores aumentara más aún el odio que tenía a sus descendientes. A todos, grandes y chicos, los maldecía a cada momento, y a sus dos pobres hijas, que vivían con él en su palacio, las cundía a palos.
Tras la muerte de Cristóbal y Roque, el padre quiso violar a su propia hija Beatriz, la cual era ya alta y bella. No se avergonzó de ir a meterse, completamente desnudo, en su cama. Y completamente desnudo se paseaba con ella por los salones de su palacio; después la llevaba a la cama de su mujer para que la pobre Lucrecia viera, a la luz de las lámparas, lo que hacía con Beatriz. (…) La vida llegó a serles de todo punto insoportable, y fue entonces cuando, viendo con toda seguridad que no podían esperar nada de la justicia del soberano, cuyos cortesanos estaban comprados por los grandes regalos de Francisco, pensaron tomar la extremada resolución que las perdió.
Después de hallar el cuerpo sin vida del patriarca familiar, le dieron sepultura y las mujeres tornaron a Roma a gozar de aquella tranquilidad que durante tanto tiempo habían deseado en vano; sin embargo, la justicia de Dios, que no podía permitir que un parricidio tan atroz quedara sin castigo, dispuso que, tan pronto como se supo en esta capital [Nápoles] lo que había pasado en la fortaleza de Petrella, el juez principal concibiera dudas y mandara a un comisario real a examinar el cadáver y ordenar la detención de los sospechosos.
Uno de los criados, Marzio, confesó el complot familiar antes de morir como consecuencia de las torturas y Lucrezia, Giacomo, Beatrice y Bernardo fueron conducidos primero a la prisión Savella de Roma y después al Castillo de Sant´Angelo. El segundo sirviente, Olimpio, apareció muerto, ajusticiado por el sicario de un amigo de los Cenci pero su asesino fue detenido y también inculpó a los parricidas. Con aquellas declaraciones y tras sufrir tormentos, los hermanos reconocieron el crimen ante el juez latino Ulisse Moscati, célebre por su profunda ciencia y la superior sagacidad de su inteligencia.
Clemente VIII, desolado por la frecuencia de estos asesinatos cometidos por parientes próximos, (…) pensó que no le era permitido perdonar (…). Nuestro santo padre el papa, después de ver los autos con las confesiones de todos, ordenó que, sin aplazamiento alguno, se diera muerte a los acusados atándolos a la cola de un caballo sin domar. De las cuatro penas capitales tan solo se salvo el joven Bernardo Cenci, de apenas quince años; Lucrezia y Beatrice fueron decapitadas y el primogénito Giacomo fue muerto a golpes (mazzolato) [3].
En cuanto al abogado que, gracias a su obstinación, salvó la vida del joven Cenci, Prospero Farinacci fue un jurista laico italiano que ejerció cargos políticos en los Estados Pontificios y actuó como abogado en varios procesos. Escribió libros de jurisprudencia publicados en Roma y Venecia [4]. Su vida también acabó estando en peligro de muerte cuando fue acusado de sodomía en 1595 por un caso de estupro contra natura al sodomizar a un muchacho de 16 años [5] pero el papa Clemente VIII lo indultó, al tener en cuenta sus méritos al servicio del luogotenente criminale de la Cámara Apostólica.
Citas: [1] BERNALDO DE QUIRÓS, C. Cursillo de Criminología y Derecho Penal. Ciudad Trujillo: Montalvo, 1940, pp. 123 y 124. [2] LÓPEZ-TAPIA CABRERO, C. Salve, bárbaro. Madrid: Bubok, 2013, p. 222 [3] STENDHAL. Crónicas italianas. Madrid: Alianza, 2008, pp. 74 a 130. [4] LAURENT, M. El sello de Amberes. Rosario: Universidad del Rosario, 2021, p. 306. [5] MAZZACANE, A. Dizionario Biografico degli Italiani. 1995 (*).
No hay comentarios:
Publicar un comentario