lunes, 24 de octubre de 2011

La lengua de Cicerón

Quién iba a decir que aquel pequeño joven advenedizo, procedente de una familia de la nobleza baja de provincias, llegaría a triunfar en el Senado, defendiendo a la República romana con la única fuerza de su oratoria y el poder de la elocuencia. Marco Tulio Cicerón –probablemente, el abogado más famoso de la antigua Roma– nació el 3 de enero de 106 a.C. y, a lo largo de su vida, desempeñó diversos cargos de gran responsabilidad (fue cuestor, pretor, cónsul y augur) consiguiendo amasar una gran fortuna al convencer a muchos de sus clientes para que, al morir, lo nombraran heredero de todos sus bienes. Un método que, hoy en día, sería considerado poco profesional, pero tampoco se puede valorar una conducta de hace veintidós siglos basándonos en el código ético actual. Lo cierto es que Cicerón siempre mostró un profundo respeto por la legalidad, pero tuvo la mala fortuna de apostar por los caballos perdedores.

El 1 de enero de 63 a.C. tomó posesión de su cargo como cónsul de Roma y, ese mismo año, su mayor contrincante, Lucio Sergio Catilina, conspiró para matarlo en su domicilio, en la madrugada del 7 al 8 de noviembre; un chivatazo lo alertó a tiempo y Cicerón se salvó, pudo convocar a los demás senadores y pronunció el primero de sus famosos cuatro discursos contra su intrigante enemigo –las Catilinarias– que empezaban con el conocido Quousque tandem abutere, Catilina, patientia nostra? (¿Hasta cuándo has de abusar, Catilina, de nuestra paciencia?).

Durante el posterior triunvirato de Julio César, Pompeyo y Craso que acabaría allanando el camino a una guerra civil y a la posterior Roma imperial, el abogado no apostó por César sino por Pompeyo y cuando aquél fue asesinado, se decantó por Octavio en lugar del triunfador Marco Antonio, a quien, además, criticó duramente en su obra Filípicas. Como venganza, éste acabó ordenando el asesinato de Cicerón el 7 de diciembre de 43. Un soldado lo encontró en su casa de la costa, le cortó la cabeza y las manos y se las llevó a Marco Antonio para que pudiera mostrarlas en la tribuna del Foro de Roma (la llamada Rostra) donde el abogado había sido tantas veces tan elocuente; pero antes, la esposa del nuevo líder romano –Fulvia– cogió aquella cabeza, se quitó una horquilla del pelo, sacó la lengua inerte de la boca y se la clavó para enseñarla al pueblo y que nadie más se atreviera a criticarlos.

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