Una mujer con los ojos vendados (símbolo de la imparcialidad) sosteniendo, en una mano, el fiel de una balanza (la equidad) y, en la otra, la empuñadura de una espada (la ley) es –sin duda– el estereotipo que todos tenemos en mente cuando tratamos de representar la imagen de la Justicia; aquélla que, según dicen, se vendó los ojos cuando vio lo que hacían los hombres y huyó al cielo, ocupando en el zodiaco el signo de Virgo y su balanza el contiguo de Libra. En otras ocasiones, a esta figura femenina también le acompaña un león echado a sus pies, como símbolo de la fuerza que debe tener la justicia para juzgar y hacer ejecutar lo juzgado.
Su origen se encuentra en la mitología griega: La diosa Temis (o Themis) era uno de los 12 titanes –hijos de Urano (el cielo) y Gea (la Tierra)– que gobernaron el mundo en la llamada edad dorada. Simbolizaba la encarnación de la justicia divina, la ley de la naturaleza y la costumbre; es decir, la Ley en mayúsculas. Sus hijas también representaban el orden moral (Astrea) y la propia justicia (Diké); por ese motivo, muchas veces la personificación de la justicia puede recibir estos otros nombres.
Fueron los romanos quienes, posteriormente, denominaron Iustitia a la diosa griega Temis y de ahí procede, etimológicamente hablando, el término Justicia; pero, además de Grecia y Roma, otros lugares del mundo también crearon su propia imagen de lo justo.
Hace 5.000 años, los chinos ya hablaban del Tao o camino de la justicia, una forma de concebir la vida para encontrar el equilibrio (los conceptos, más conocidos, del ying y el yang formarían parte de ese Tao).
En el antiguo Egipto, la hija de Ra –la diosa Maat (orden, verdad, justicia)– era quien apoyaba una pluma de avestruz sobre la balanza en el Juicio de Osiris donde se pesaba el espíritu del difunto para equilibrar los platillos y decidir si el difunto lograba la vida eterna. Un concepto similar al de los seguidores de Zoroastro (o Zarathushtra, en lengua avéstica); en este caso, su divinidad de la justicia –Rashn– pondera en una balanza el peso de las acciones de cada difunto para que su alma pueda cruzar por el cinvad, el puente que le llevará al paraíso o le hará caer en el infierno.
Los mesopotámicos adoraban al Dios del Sol Shamash –llamado Utu por los sumerios– porque cuidaba del orden moral del mundo y defendía las leyes; por ese motivo, el propio dios entregó al rey de Babilonia, Hammurabi, su famoso código de normas, uno de los primeros textos jurídicos escritos de la humanidad. En esa famosa estela, Shamash aparece con el báculo sentado en su trono celestial, recibiendo al monarca. Su culto se extendió por todo Oriente Próximo y, en especial, en la ciudad de Hatra (actual Iraq).
Los pueblos nórdicos también adoraban a un dios de la justicia -Forseti- que era el más sabio de sus divinidades y quien aseguraba a las personas juzgadas que vivirían en paz si respetaban sus sentencias, dictadas en el Palacio de Glitnir, donde todos cuantos llegan a él enemistados se marchan acordes. Según la leyenda escandinava, en la isla de Heligoland (Tierra Sagrada) Forseti entregó a 12 juristas un Código de Leyes que reunió la normativa de toda Frisia (al norte de los actuales Países Bajos); desde aquel momento, la isla se convirtió en un lugar sagrado y quedó a salvo incluso de las incursiones vikingas.
Otras creencias son la diosa Ozza a la que se rendía culto en Arabia, antes de extenderse el Islam; la Señora Portia, representación de la Justicia en la concepción kármica; Shiva, el legislador en la trinidad hindú, al que se representa como dios de la justicia montado en un toro blanco y enarbolando un tridente; o Tezcatlipoca, juez de la humanidad y defensor de la justicia entre las culturas precolombinas de Centroamérica (donde también era el dios del viento para los quiché –pueblo del sur de México y Guatemala– que lo llamaban Hurakán; de donde procede este término).
En realidad, sea cual sea la representación de la justicia, al final lo que realmente importa lo expresó a la perfección Víctor Hugo, el gran novelista del romanticismo francés, a mediados del XIX, cuando dijo que ser bueno es fácil; lo difícil es ser justo.
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