El 1 de julio de 1890, el Imperio Alemán y el Reino Unido firmaron el Tratado de Heligoland-Zanzíbar para resolver las disputas coloniales que ambas metrópolis mantenían en África y demarcar sus respectivas esferas de influencia en aquel continente; pero, al mismo tiempo, el Art. XII.1 de aquel convenio también estipuló la cesión de la soberanía británica de la isla de Heligoland en favor de los alemanes: (…) Her British Majesty shall grant sovereignty over the Island of Heligoland and all its facilities to His Majesty the German Kaiser. Históricamente, aquel pequeño territorio insular de apenas 2 km², situado en el Mar del Norte frente a la desembocadura del río Elba, había sido conquistado por frisones, daneses, francos, alemanes y británicos. Para el gobierno de Berlín, su estratégica posición era tan vital para los intereses navales de la Armada de su país como el desarrollo del cercano Canal de Kiel [en alemán, NOK (Nord-Ostsee-Kanal)] que se inauguró cuatro años más tarde, el 21 de junio de 1895.
Christian E. B. Morgenstern | Heligoland a la luz de la luna (1851) |
Heligoland –que podríamos traducir al castellano como Tierra Sagrada– recibe este nombre porque es allí donde se sitúa una de las “Historias de la Justicia” que forman parte de la mitología nórdica. Así lo narra el propio Consejo General del Poder Judicial español (*): Cuentan las leyendas que doce hombres sabios decidieron recopilar las normas que regían las diferentes tribus de su nación para hacer un código que fuera la base de las futuras leyes, las cuales debían ser iguales e uniformes para todos. Para ello, se echaron a la mar.
El barco, de pronto, se vio envuelto en una gran tempestad. Agotados, invocaron a Forseti para que les ayudara. De pronto, un desconocido salido de no se sabe dónde, tomó el timón y les llevó a tierra, a lugar seguro, a una isla. Allí, tras realizar un par de maravillas, les reunió en un círculo y les dictó el código de leyes que debía regir sus vidas a partir de entonces. Luego se desvaneció. Los doce sabios descubrieron entonces que habían sido salvados por el propio Forseti en persona. Y que su dios les había dado hecho el trabajo. Llenos de gozo, bautizaron la isla como Heligoland, o “tierra sagrada”. A partir de entonces, los pueblos del norte rigieron sus vidas bajo las leyes de Forseti.
En el panteón nórdico, Forseti –hijo de Balder y Nanna y nieto de Odín– era el Dios de la Justicia que dictaba las sentencias en su propio tribunal: el Palacio de Glitnir [1]; donde la sala de audiencias tenía un techo de oro sujeto por enormes columnas de plata (…). Sentado en su trono (…), Forsetti [sic] era el juez supremo del Asgard [mítico reino nórdico gobernado por Odín, donde se encontraba el Valhalla]. Si cualquier dios tenía una disputa con otro, se presentaba ante Forsetti para resolver su caso. Tras oír la versión de ambas partes, Forsetti pronunciaba su sentencia. Su sabiduría en esta materia era tan grande que nunca una pareja de contendientes abandonaba el Glitnir sin respeto y admiración por su oponente. En el Midgard [donde vivían los hombres] siempre se invocaba a Forsetti antes de realizar un juicio. De todos los dioses, él era el más ponderado y equilibrado [2].
Citas: [1] PÉREZ VAQUERO, C. Con el derecho en los talones. Valladolid: Lex Nova, 2010, p. 23. [2] ROBERTS, M. J. Vikingos. Dioses y héroes. Madrid: Libsa,1995, p. 94.
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