Si tenemos que pagar los honorarios de los abogados, la minuta de los procuradores y las costas del proceso se lo debemos a Grecia. Fue allí donde la abogacía alcanzó su verdadera entidad y el status de profesión cuando los sofistas distinguieron entre las leyes de la naturaleza (physis) y las que regulaban las relaciones de los hombres (nomoi). Esa ruptura entre normas naturales y convencionales hizo necesaria la aparición de los primeros abogados.
Habitualmente, los griegos celebraban los juicios al aire libre –en la colina de Ares (el dios Marte de los romanos)– porque pensaban que no se podía impartir justicia si el juez y el acusado permanecían bajo un mismo techo. Fue en aquellas sesiones cuando los ciudadanos empezaron a resolver sus diferencias en el Areópago acompañados de un experto en oratoria que se encargaba de convencer al juez de su inocencia. A cambio, los oradores solían conformarse con algún favor político hasta que uno de ellos, llamado Antisoaes, puso precio a la asistencia jurídica y cobró en efectivo por primera vez. Lógicamente, la costumbre se extendió al resto de los abogados y, desde entonces, pagar los honorarios se convirtió en una práctica habitual dando lugar a situaciones tan curiosas como el dilema que se le planteó a Protágoras.
Habitualmente, los griegos celebraban los juicios al aire libre –en la colina de Ares (el dios Marte de los romanos)– porque pensaban que no se podía impartir justicia si el juez y el acusado permanecían bajo un mismo techo. Fue en aquellas sesiones cuando los ciudadanos empezaron a resolver sus diferencias en el Areópago acompañados de un experto en oratoria que se encargaba de convencer al juez de su inocencia. A cambio, los oradores solían conformarse con algún favor político hasta que uno de ellos, llamado Antisoaes, puso precio a la asistencia jurídica y cobró en efectivo por primera vez. Lógicamente, la costumbre se extendió al resto de los abogados y, desde entonces, pagar los honorarios se convirtió en una práctica habitual dando lugar a situaciones tan curiosas como el dilema que se le planteó a Protágoras.
Se dice que en el siglo V a. C, Protágoras daba clases de retórica a Euathlos, un joven que quería ser abogado. A cambio de sus lecciones, el alumno se comprometió a pagarle las clases con los honorarios que recibiera cuando ganara su primer juicio; sin embargo, fue pasando el tiempo y, como el muchacho no llegaba a ejercer, Protágoras decidió demandarlo no sólo para cobrar su sueldo sino también para mantener a salvo su reputación en Atenas.
El planteamiento del maestro fue muy sencillo: si ganaba el juicio, Euathlos tendría que abonarle las clases de retórica porque le obligaría la sentencia y si, en caso contrario, perdía, sería porque, lógicamente, el alumno habría ganado su primer juicio y, por lo tanto, debería saldar su deuda con él. En cualquier caso, ganaba. Pero el alumno debió aprender muy bien aquellas lecciones que aún tenía sin pagar y preparó una magnífica defensa: si perdía el juicio, no tendría que dar nada a su maestro porque no se habría cumplido la condición que pactaron –ganar su primer pleito– y si, por el contrario, ganaba el caso, tampoco debería abonar las clases porque eso querría decir que el tribunal le habría dado la razón a él y que la sentencia reconocería su planteamiento. En cualquiera de los casos, ganaba. ¿Cuál es la solución?
El rompecabezas sobre cuál de los dos abogados tenía razón continúa abierto hoy en día, casi dos mil quinientos años después, con filósofos y juristas que defienden una u otra postura; así que todavía se admite cualquier planteamiento. Al fin y al cabo, como dijo el propio Protágoras: un abogado puede convertir los argumentos más débiles en sólidos y fuertes.
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