Del mismo modo que podemos hablar de la política sanitaria de un Gobierno para referirnos a las medidas que éste puede adoptar para rebajar las listas de espera en los hospitales o incluir la operación de miopía en la Sanidad pública, se podrían citar sus políticas agrarias, medioambientales, económicas, culturales, tributarias o de defensa, por citar tan solo algunos de sus ámbitos de actuación. En ese contexto, los poderes públicos van a tener que establecer una estrategia para hacer frente a la criminalidad, controlar las acciones delictivas, disminuyéndolas hasta niveles tolerables; solucionar los conflictos que plantean estos hechos y prevenir la delincuencia. A esa disciplina se le denomina política criminal. Tuvo su origen en Italia a finales del siglo XVIII, cuando autores como Cesare Bonasana (marqués de Beccaria) publicó su Tratado de los delitos y de las penas, en 1764; pero se desarrolló en Alemania gracias a los estudios de algunos prestigiosos penalistas –como Gallus Aloys Kleinschrod, Anselm von Feuerbach, Hermann Wilhelm Henke o Carl Joseph Mittermaier– que coincidieron, a pesar de sus notables diferencias doctrinales, en concebir la política criminal como una disciplina que podía comprenderse al margen del Derecho Penal; un “conocimiento auxiliar".
El profesor Borja Jiménez nos da dos definiciones: en un sentido político sería “aquel conjunto de medidas y criterios de carácter jurídico, social, educativo, económico y de índole similar, establecidos por los poderes públicos para prevenir y reaccionar frente al fenómeno criminal, con el fin de mantener bajo límites tolerables los índices de criminalidad en una determinada sociedad”; y, como disciplina –que no ciencia– la concibe como “aquel sector del conocimiento que tiene como objeto el estudio del conjunto de medidas, criterios y argumentos que emplean los poderes públicos para prevenir y reaccionar frente al fenómeno criminal” [BORJA JIMÉNEZ, E. Curso de política criminal. Valencia: Tirant. 2003, pp. 22 y 23].
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