En la escultura –la tercera de las Bellas Artes junto a la arquitectura, la danza, la música, la pintura y la poesía; según el concepto creado en 1746 por el filósofo francés Charles Batteux en su libro Las bellas artes reducidas a un único principio, donde concibió el arte como una fiel imitación de la belleza natural– existe una leyenda urbana muy conocida según la cual, en las estatuas ecuestres, la posición de las patas del caballo nos indica la forma en que murió el jinete.
De acuerdo con esta presunta ley escultórica no escrita –que en inglés se denomina Hoof code, el código de las pezuñas– el artista debería representar al caballo con sus dos patas delanteras en alto si la persona perdió la vida en combate; con una sola pata, si falleció como consecuencia de las heridas que sufrió en la guerra; y, finalmente, con las cuatro extremidades en tierra si su jinete murió por causas naturales.
Pero esta convención no es más que un mito; por ejemplo, la magnífica estatua ecuestre del emperador Marco Aurelio, situada en el Capitolio romano, muestra al corcel con una pata levantada; por lo tanto, el César debería haber muerto por las heridas recibidas en combate y, sin embargo, falleció enfermo de peste a las puertas de Viena (aunque algunos creen que fue asesinado por su hijo, y heredero al trono, Cómodo) y así ocurre con muchas otras esculturas que vienen a contradecir esta falsa iconografía: basta con repasar las representaciones artísticas de Simón Bolívar, George Washington, Baldomero Espartero o Felipe IV (la estatua de este monarca en la madrileña Plaza de Oriente -en la imagen- fue la primera en la que un escultor –el italiano Pietro Tacca (1640)– logró mantener el equilibrio del conjunto sobre las dos patas traseras del caballo, asesorado por Galileo Galilei, aunque el rey falleciera de disentería y no en combate).
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