Para desarrollar la Ley General de Telecomunicaciones (Ley 11/1998, de 24 de abril) el Gobierno español aprobó un Reglamento que establece las condiciones de protección del dominio público radioeléctrico y las restricciones y medidas de protección sanitaria frente a las emisiones radioeléctricas (Real Decreto 1066/2001, de 28 de septiembre), con el que se trató de dar respuesta a la creciente preocupación de numerosas asociaciones de vecinos, colectivos ciudadanos y administraciones que pedían establecer unos límites a la exposición de campos electromagnéticos que soportamos a diario.
Hablando de los criterios de planificación para instalar estaciones radioeléctricas, el Art. 8.7º de este Reglamento establece que los titulares de estas instalaciones deberán tener en consideración, entre otros criterios, los siguientes: a) (…) deben minimizar los niveles de exposición del público en general a las emisiones radioeléctricas con origen tanto en éstas como, en su caso, en los terminales asociados a las mismas, manteniendo una adecuada calidad del servicio. b) En el caso de instalación (…) en cubiertas de edificios residenciales, los titulares de instalaciones radioeléctricas procurarán, siempre que sea posible, instalar el sistema emisor de manera que el diagrama de emisión no incida sobre el propio edificio, terraza o ático. (…) d) De manera particular, la ubicación, características y condiciones de funcionamiento de las estaciones radioeléctricas debe minimizar, en la mayor medida posible, los niveles de emisión sobre espacios sensibles, tales como escuelas, centros de salud, hospitales o parques públicos.
Un pliego de buenas intenciones que, lejos de solucionar el problema, agudizó las protestas sociales no sólo contra la instalación de antenas de telefonía móvil (debate que se agravó al liberalizar la competencia en el sector de las telecomunicaciones: más operadores significaron más antenas) sino que la oposición de determinados grupos de ciudadanos se extendió a otros ámbitos: la construcción de centros de tratamiento relacionados con el medioambiente (como vertederos, incineradoras o almacenes de residuos), la atención a personas desfavorecidas (drogadictos, marginados o inmigrantes) o el ejercicio de la libertad religiosa (mezquitas, sinagogas o templos de la Iglesia de Filadelfia) siempre que estos centros se construyeran cerca de sus domicilios.
Los anglosajones –que tanta afición tienen por las siglas y los acrónimos– denominan a esta situación el efecto NIMBY; es decir, Not In My Back Yard (no en mi patio trasero); expresión que suele castellanizarse como SPAN (Sí, Pero Aquí No) o, directamente, “nimbyzación” para referirse a que estas personas no se oponen a que se construyan o instalen ciertos equipamientos e infraestructuras –que pueden considerar necesarias– sino que están en contra de que se ubiquen cerca de sus viviendas; una actitud que suele granjearles numerosas críticas, al ser acusados de mantener una postura antidesarrollista, hipócrita, elitista e insolidaria.
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