A pesar de que vivió poco más de treinta años, Théodore Géricault fue uno de los pintores que mejor ha sabido retratar el alma humana. Como él mismo llegó a decir, los obstáculos y las dificultades que evitan los hombres mediocres, son una necesidad y alimento para el genio. Nació en Ruán, al norte de Francia, en 1791; hijo de un magistrado y de una acaudalada dama de la burguesía normanda. Por su carácter temperamental, impulsivo y desordenado, al poco tiempo de desarrollar su talento para la pintura, se vio inmerso en un escándalo de adulterio, que entonces se castigaba con pena de prisión, al dejar embarazada a Alexandrine-Modèste Caruel, esposa de su tío materno, el barón Jean-Baptiste Caruel. Cuando la mujer dio a luz en 1818, la familia trató de echar tierra sobre el asunto: el pintor huyó a Italia, ella fue recluida en una casa de campo y el niño dado en adopción. Durante su estancia en Roma y Florencia contempló la obra de El Caravaggio que tanta influencia ejerció sobre él en la escasa década que se dedicó a la pintura romántica, antes de fallecer como consecuencia de las heridas que sufrió en un accidente de hípica, el 26 de enero de 1824, en París.
Fue una existencia muy breve pero, gracias a sus obras, ha pasado a formar parte de la historia de las Bellas Artes, rompiendo moldes sobre qué temas debían plasmarse en un lienzo y el modo en que debía mostrarlos de una forma realista. Todo comenzó con la noticia de un naufragio que leyó en la prensa.
En 1816, la Medusa, una fragata del Gobierno francés que transportaba a 150 pasajeros a Senegal, se hundió frente a la costa africana dejando a quince únicos supervivientes abandonados a su suerte durante dos semanas. La historia, contada posteriormente por dos de ellos –el ingeniero geógrafo Alexander Corréad (en el lienzo, señalando al horizonte con el brazo izquierdo) y el cirujano Henri Savigny (junto al mástil)– conmocionó a la sociedad y Géricault quiso plasmar el siniestro en un lienzo de grandes dimensiones que hoy podemos contemplar en el Louvre.
La Balsa de Medusa representa el momento en que las escasas personas que han logrado sobrevivir en una improvisada plataforma, rodeados de cadáveres y de cuerpos desfallecidos, avistan el barco que los va a rescatar. El cuadro parece una escena épica digna de cualquier mitología clásica y, sin embargo, fue un suceso real, coetáneo del autor y ahí radica su originalidad. En el París de la segunda década del siglo XIX, el óleo –políticamente muy incorrecto, por mostrar la negligente actuación del rey Luis XVIII y de su gabinete– fue calificado de macabro y su brutal realismo tuvo que empezar a ser valorado en Inglaterra, donde el pintor acabó trasladándose entre 1820 y 1822.
Géricault retrató la desesperación del naufragio que llevó a los supervivientes a enfrentarse en luchas fraticidas y a recurrir al canibalismo (representado como un hacha con el filo manchado de sangre). La composición de los personajes –en ascenso– culmina con la figura de un mulato (una alegoría que pide la libertad de los esclavos y la igualdad de las razas) ondeando unos trapos con los colores de la bandera tricolor francesa, enseña que estaba prohibida durante la restauración monárquica de Luis XVIII.
Fue una existencia muy breve pero, gracias a sus obras, ha pasado a formar parte de la historia de las Bellas Artes, rompiendo moldes sobre qué temas debían plasmarse en un lienzo y el modo en que debía mostrarlos de una forma realista. Todo comenzó con la noticia de un naufragio que leyó en la prensa.
En 1816, la Medusa, una fragata del Gobierno francés que transportaba a 150 pasajeros a Senegal, se hundió frente a la costa africana dejando a quince únicos supervivientes abandonados a su suerte durante dos semanas. La historia, contada posteriormente por dos de ellos –el ingeniero geógrafo Alexander Corréad (en el lienzo, señalando al horizonte con el brazo izquierdo) y el cirujano Henri Savigny (junto al mástil)– conmocionó a la sociedad y Géricault quiso plasmar el siniestro en un lienzo de grandes dimensiones que hoy podemos contemplar en el Louvre.
Géricault retrató la desesperación del naufragio que llevó a los supervivientes a enfrentarse en luchas fraticidas y a recurrir al canibalismo (representado como un hacha con el filo manchado de sangre). La composición de los personajes –en ascenso– culmina con la figura de un mulato (una alegoría que pide la libertad de los esclavos y la igualdad de las razas) ondeando unos trapos con los colores de la bandera tricolor francesa, enseña que estaba prohibida durante la restauración monárquica de Luis XVIII.
Para conseguir ese realismo, el pintor huyó de los tradicionales apuntes de desnudos y llevó a cabo numerosos estudios anatómicos de cabezas y extremidades desmembradas; retratando a sus personajes con los bocetos que tomaba a los enfermos mentales que visitaba en el manicomio; mostrándonos el lado más humano de las personas rechazadas por la sociedad. Una obra maestra de la pintura con un gran trasfondo ideológico.
Además para el cuadro posó el pintor y amigo de Géricault Eugène Delacroix, quien pintó a su vez La barca de Dante para la que posó Géricault.
ResponderEliminarEste es el artículo de blog más interesante sobre Géricault que he leído hasta ahora.
Gracias por tu comentario Sofía :)
Eliminar¡No hay de qué!
EliminarY lo del hijo dado en adopción...quizás pudo haber heredado el arte de su padre. Nunca lo sabremos.
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