El proceso por la desaparición de la joven Marta del Castillo en enero de 2009 ha vuelto a poner de actualidad esta pregunta: ¿se puede condenar a una persona por la muerte de otra si no se llega a encontrar su cuerpo? Veamos un caso reciente que ha ocurrido en Chile hace unos meses y algunos otros ejemplos históricos españoles.
El 10 de agosto de 2011, el diario chileno La Prensa Austral publicó el siguiente titular: En un inédito fallo jueces condenaron a pescador por asesinato sin cadáver. “Aportamos pruebas biológicas (análisis de ADN) y el testimonio del único testigo presencial del hecho, todos medios de prueba idóneos que llevaron a establecer que la persona fue asesinada y que el acusado era el responsable”, declaró el fiscal regional. En la jurisprudencia de Chile no existía ningún precedente similar a este caso que se juzgó en un tribunal de Punta Arenas, en el que se condenó a Sixto Pablo Ayancán, de 40 años, como autor del homicidio de Fernando Antonio Ojeda, de 47, a pesar de que nunca se pudo encontrar su cadáver. Durante el juicio se demostró que el 20 de febrero de 2009 hubo una discusión entre ambos, a bordo de una embarcación pesquera, que terminó cuando el agresor disparó a su víctima un tiro de escopeta en el pecho. Posteriormente, trasladó el cuerpo a 55 millas náuticas al oeste de Puerto Natales, donde lo lanzó al mar amarrado a unos sacos con piedras. Según este diario chileno, la decisión de condena echó por tierra la tesis de que si no se halla el cuerpo de la víctima no puede ser probado homicidio alguno.
En realidad, si la Justicia no pudiera condenar a alguien por el mero hecho de que no se hubiera hallado el cuerpo de la víctima, bastaría con ser hábil deshaciéndose de los cadáveres para que nunca se pudiera condenar a nadie por ningún crimen; es decir, se llegaría a una total impunidad y eso sería absurdo e injusto. Una ley de enjuiciamiento criminal no puede exigir que tenga que aparecer el cuerpo; el juicio se puede llevar a cabo y demostrar la culpabilidad del presunto homicida basándose –como en el caso real chileno que mencionábamos al comienzo– en la práctica de pruebas o en el testimonio de testigos.
En la jurisprudencia española sí que contamos con diversos ejemplos; alguno de ellos, muy conocido por la opinión pública como fue la famosa sentencia del Tribunal Supremo 4918/1990, de 25 de junio, que confirmó en casación la condena a un comisario y dos inspectores de policía a más de 29 años de reclusión como autores criminalmente responsables (…) de un delito de detención ilegal con desaparición forzada de Santiago Corella, el Nani, ocurrida el 13 de noviembre de 1983. El cuerpo del primer desaparecido de la democracia se buscó en un descampado de Vicálvaro, dos pantanos de Jaén y Córdoba y la finca de un aristócrata andaluz, pero nunca apareció.
Este fue un caso muy divulgado por los medios de comunicación pero existen otros menos conocidos, como el que resolvió la sentencia del Tribunal Supremo 6179/1998, de 24 de octubre, condenando a un hombre por el secuestro del padre de su novia para pedir un rescate, porque los indicios positivos probados en la causa son en sí mismo suficientes para acreditar la autoría de, al menos, la privación ilegal de la libertad de la víctima, cuyo cuerpo tampoco llegó a aparecer. Según esta resolución, la total desaparición de éste [el Sr. J.C.] puede obedecer, como es lógico pensar, a un homicidio, pero -por ahora- ello no está probado. Pero, en todo caso, mientras no se pruebe el homicidio, está sin embargo probada la privación ilegal de su libertad, presupuesto necesario para su eventual homicidio.
Pero si hay un caso que forma parte del subconsciente colectivo español ese fue la desaparición del pastor José María Grimaldos López en el pequeño pueblo manchego de Tresjuncos, durante el verano de 1910, a quien se supuso muerto violentamente. La Guardia Civil acabó deteniendo tanto al mayoral de la finca, León Sánchez Gascón, como al guarda, Gregorio Valero Contreras, y después de someterles a todo tipo de torturas –confesión arrancada en el sumario mediante violencias inusitadas, señaló el decreto que los indultó– confesaron un crimen que no habían cometido y permanecieron casi cinco años recluidos hasta que la Audiencia Provincial los enjuició, condenándoles el 23 de mayo de 1918 a 18 años de cárcel. Aunque al final fueron indultados en 1925, un año más tarde, el pastor Grimaldos apareció vivo por el pueblo, buscando una partida de bautismo en su parroquia. Ante el clamor popular, el Supremo anuló aquella sentencia condenatoria de la Audiencia y, durante la II República, una ley de 10 de diciembre de 1935 indemnizó a los dos reos con una pensión personal, inalienable e inembargable de 3.000 pesetas anuales por el error judicial conocido como el Crimen de Cuenca. Desde entonces, aunque hubo un tiempo en que los jueces se lo pensaban dos veces antes de condenar a nadie sin hallar el cuerpo de la víctima; hoy en día, como hemos visto, se puede probar, al menos, el secuestro o la detención ilegal y condenar al agresor por esos delitos.
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