Durante la Edad Media castellana, una pareja podía contraer el denominado matrimonio de bendición en una Iglesia siguiendo el solemne rito canónico; pero también era posible celebrar las nupcias por palabras en un enlace que se llevaba a cabo en privado, sin que intervinieran ninguna autoridad religiosa ni funcionario público. Eran los matrimonios a yuras que se convirtieron en una costumbre muy habitual en la Corona de Castilla porque su procedimiento era muy sencillo: un hombre y una mujer se juraban fidelidad ante testigos, al margen de las normas (de donde procedería su denominación, según el diccionario de la RAE: del latín a iure, fuera del Derecho).
La unión de aquellos contrayentes era exactamente igual de indisoluble y tan válida como las que se celebraba en un templo cristiano, con las mismas obligaciones para los cónyuges. Entre la pluralidad de normas que estuvieron vigentes en aquel tiempo, el matrimonio a yuras apareció mencionado en los fueros de Cáceres y de Burgos así como en el Fuero Real, las Siete Partidas o las Leyes de Toro; un cuerpo legal que, en 1505, las empezó a sancionar en su Ley XLIX con el perdimiento de todos sus bienes (…) y sean desterrados destos nuestros reynos, en los quales no entren sopena de muerte; previendo que estos matrimonios fuesen justa causa para que los padres pudieran desheredar a sus hijas.
A partir del Concilio de Trento (1563) cualquier matrimonio contraído sin la asistencia de un párroco y dos testigos se consideró que era inválido; esa doctrina se convirtió en Ley un año más tarde, mediante una Real Cédula que Felipe II dictó el 12 de julio de 1564.
La unión de aquellos contrayentes era exactamente igual de indisoluble y tan válida como las que se celebraba en un templo cristiano, con las mismas obligaciones para los cónyuges. Entre la pluralidad de normas que estuvieron vigentes en aquel tiempo, el matrimonio a yuras apareció mencionado en los fueros de Cáceres y de Burgos así como en el Fuero Real, las Siete Partidas o las Leyes de Toro; un cuerpo legal que, en 1505, las empezó a sancionar en su Ley XLIX con el perdimiento de todos sus bienes (…) y sean desterrados destos nuestros reynos, en los quales no entren sopena de muerte; previendo que estos matrimonios fuesen justa causa para que los padres pudieran desheredar a sus hijas.
A partir del Concilio de Trento (1563) cualquier matrimonio contraído sin la asistencia de un párroco y dos testigos se consideró que era inválido; esa doctrina se convirtió en Ley un año más tarde, mediante una Real Cédula que Felipe II dictó el 12 de julio de 1564.
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