Este filósofo, príncipe y artista chino vivió en el siglo III a.C. durante una época muy convulsa, con el país dividido y sumido en la decadencia por las continuas luchas para hacerse con el poder; un periodo al que suele denominarse de los Estados Combatientes, que fue anterior al de la China imperial de la dinastía Qin. En ese contexto histórico, se comprende que la doctrina de este autor se basara en su idea de que el ser humano era malo por naturaleza y que solo se podía lograr un sistema legal que fortaleciese el buen Gobierno si se empleaban normas escritas muy severas, con el sistema contrapuesto de las dos manos: con una, el soberano brindaba premios para recompensar a los que actuasen en provecho de la comunidad y, con la otra, ordenaba los castigos para sancionar a quienes perjudicasen a la sociedad. Estas medidas tenían que apoyarse en el ejército, en el control de la burocracia y en la administración de Justicia que funcionaría gracias a unos valores que debían adaptarse al devenir de los tiempos, olvidándose de las viejas tradiciones (en contra de lo que propugnaban el Confucianismo y sus virtudes morales). A partir de estos conceptos, se desarrolló una escuela legal denominada legismo (en chino: fajia) que se recopiló en el hanfeizí, un libro de cincuenta y cinco capítulos que se publicaría tras la muerte de su autor.
El primer emperador de la China unificada –Qin Shi Huang (más conocido en Occidente por su mausoleo de Xián y el ejército de los guerreros de terracota)– se mostró muy interesado en la obra de Han Fei Zi y lo recibió en su Corte para escuchar sus consejos: que nunca expresara sus preferencias o animadversiones delante de los demás consejeros o éstos sólo le contarían halagos y recibiría la información distorsionada; o aquel otro de que si la ley es clara prohibiendo las mentiras y los engaños, los funcionarios estarán advertidos y el pueblo intimidado, lo que reforzará la posición del soberano para mantener el rumbo de su Gobierno. Aunque le daba buenos consejos, el monarca no se fiaba de él porque pertenecía a la nobleza rival de los Qin, los Han, y finalmente ordenó su ejecución –de la que luego se arrepentiría– suministrándole veneno para que se suicidase en el año 233 a.C. Lo paradójico fue que este maquiavélico filósofo que siempre defendió el papel autoritario de los gobernantes, acabase muriendo precisamente por culpa de ese mismo totalitarismo.
Como artista, Han Fei fue autor de un expresivo dicho: Es mucho más difícil pintar a un perro que a un demonio, porque todo el mundo sabe cómo es un perro pero nadie ha visto todavía a un demonio.
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