viernes, 15 de junio de 2012

El libro octavo de las «Leyes de Manú»

Uno de los monumentos más interesantes de la diplomacia del Antiguo Oriente y del derecho internacional lo constituyen las Leyes de Manú. El texto original de estas leyes no ha llegado hasta nosotros. Únicamente se conserva una versión posterior (en verso) que, a juzgar por todo, se refiere ya al siglo I de nuestra era. El texto de esta versión fue descubierto en el siglo XVIII. Se halla escrito en sánscrito clásico y posteriormente fue traducido a diversas lenguas europeas, entre ellas al ruso. Según la tradición india, las Leyes de Manú tienen un origen divino: se refieren a la época del legendario Manú, al que se consideraba el padre de la raza aria. Por su carácter, las Leyes de Manú son un código de diversas disposiciones de la antigua India relativas a la política, al derecho internacional, al comercio y al ejército. Dichas normas se fueron estructurando a \o largo de todo el milenio I a.n.e. Formalmente, las Leyes de Manú son un código de leyes de la antigua India. Pero el contenido de este monumento es mucho más amplio y variado. Abunda en consideraciones filosóficas -y en él se concede particular atención a las normas religiosas y morales. La filosofía de la antigua India se basa en la doctrina del hombre sabio y perfecto [POTEMKIN, V. P. Historia de la diplomacia. Ciudad de México: Grijalbo, 1966, p. 19].

Durante el siglo XIX, las autoridades británicas que dominaban la India divulgaron en Occidente el Manava Darma Sastra; un ancestral código de leyes escrito en sánscrito que los hinduistas atribuían al primer hombre que –de acuerdo con sus creencias– habitó la Tierra tras sobrevivir al diluvio universal: Manú. En su interior, junto al famoso sistema de castas y sus ocupaciones, los doce capítulos de este compendio legal establecen numerosas reglas sobre temas tan diversos como el karma y la reencarnación o las obligaciones de los reyes. Desde el punto de vista jurídico, las 420 disposiciones de su libro octavo son uno de los contenidos más interesantes al regular la normativa civil y criminal –salvando las distancias– como si fueran dos leyes de enjuiciamiento de aquella época.

Para examinar los asuntos judiciales, el rey debía acudir a la Corte de Justicia, humildemente, acompañado de sus brahamanes y consejeros, para decidir, una tras otra, sobre las causas que se le planteaban, atendiéndolas con razones que derivasen de los libros de leyes revelados así como de las normas particulares de las clases y provincias, de los reglamentos de las compañías de mercaderes y de las costumbres de las familias. Metafóricamente, la ley 44 representa que, para que el rey llegue al verdadero fin de la justicia, deberá comportarse como un cazador que, siguiendo la huella de las gotas de sangre, llega al refugio de la bestia salvaje que ha herido. En este caso, las huellas serían sus cuerdos razonamientos.

El libro octavo establece a quién no puede citarse como testigo (ni actores, estudiantes, niños, ancianos, locos, hambrientos, enamorados o ladrones) salvo que se trate de un crimen, entonces, el que ha visto el hecho, quienquiera que sea, debe dar testimonio en presencia de dos partes. De igual forma, tampoco se examinaba escrupulosamente la competencia de los testigos en caso de violencia, robo, adulterio, injuria o malos tratos (69 y 72). La injuria se penaba con el corte de la lengua, hundiendo en la boca del culpable un estilete de hierro quemante de diez dedos de largo o vertiéndole aceite hirviente en la boca y las orejas; el adulterio con mutilaciones deshonrosas y el destierro; el rapto era motivo de pena capital y la ley distinguía entre latrocinio (tomar una cosa por la fuerza a la vista de su propietario) y robo (en su ausencia). Asimismo, también incluía multas (por maldecir a un familiar) y por dañar a los grandes árboles o golpear a los animales, donde este texto de hace 2.400 años fue pionero.

La norma 125 especifica los lugares en los que se puede infligir una pena corporal a los hombres: vientre, lengua, manos, pies, ojos, nariz, orejas, etc.; pero, en estos casos, el rey debía ser muy cuidadoso de no establecer ningún castigo injusto que le quitaría la fama durante la vida y la gloria después de la muerte. Para reprimir al hombre perverso, el soberano puede emplear –además de las mencionadas penas corporales– otros dos medios: la detención y el uso de grilletes. Aunque, una vez castigado el delincuente, cuando muera, irá derecho al cielo, libre de mancha y tan puro como las gentes que hicieron buenas acciones.

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