Viena es una ciudad que, irremediablemente, se asocia con la música de Mozart, Haydn, Beethoven, Schubert o Brahms; con el concierto de Año Nuevo y el público dando palmas al ritmo de la marcha Radetzky o con los valses de la familia Strauss; pero hubo una época, entre finales del siglo XIX y comienzos del XX, en que la capital del Imperio Austrohúngaro se convirtió en el mejor escaparate europeo de las Bellas Artes. En esa armonía artística, el arquitecto Adolf Loos publicó en 1908 un pequeño ensayo titulado Ornamento y delito en el que arremetía contra lo que él consideraba la epidemia decorativa del modernismo. Es una obra muy breve pero intensa, con algunos pasajes realmente curiosos; por ejemplo, cuando dice que el hombre de nuestro tiempo que, a causa de un impulso interior pintarrajea las paredes con símbolos eróticos, es un delincuente o un degenerado (se refería, en especial, a los pintores Gustav Klimt y Egon Schiele). El uso de ese adjetivo tan peyorativo se volvería a utilizar, tres décadas más tarde, en la exposición Arte degenerado, que la Alemania nazi celebró en Múnich en 1937, siguiendo los criterios de Göbbels y Hitler.
Defensor de un racionalismo que abandonaba cualquier adorno, Loos llegó a escribir que la evolución cultural equivale a la eliminación del ornamento; y que si el Papúa [tribu de la isla de Nueva Guinea, al este de Indonesia] despedaza a sus enemigos y los devora. No es un delincuente, pero cuando el hombre moderno despedaza y devora a alguien entonces es un delincuente o un degenerado. El papúa se hace tatuajes en la piel, en el bote que emplea, en los remos, en fin, en todo lo que tiene a su alcance. No es un delincuente. El hombre moderno que se tatúa es un delincuente o un degenerado (…). Los tatuados que no están detenidos son criminales latentes o aristócratas degenerados. Si un tatuado muere en libertad, esto quiere decir que ha muerto unos años antes de cometer un asesinato.
No hay comentarios:
Publicar un comentario