El 16 de febrero de 1825, durante el reinado de Fernando VII se aprobó el Plan y Reglamento General de las Escuelas de primeras letras con el objetivo de que todos los niños recibieran la doctrina indispensable para que sean buenos cristianos y vasallos aplicados y útiles en las diversas ocupaciones y ministerios de la vida civil y religiosa. Gracias a este plan, en todos los pueblos que lleguen á cincuenta vecinos, se procurará establecer Escuelas de primeras letras, donde los niños aprendían a leer con cartillas fijas ó móviles, los catecismos, el Silabario de la Academia de primera educación; el Catón del Colegio académico de Profesores de primeras letras de Madrid o el método práctico de enseñar á leer por Naharro; reiterando (Art. 19) –estando ya mandado repetidas veces– que los niños no se ocupen en leer novelas, romances, comedias ú otros libros, que sobre serles perniciosos, no pueden dar instrucción. Posteriormente, esta disposición establecía las lecturas que sí que se consideraban libros de buena doctrina –como las Fábulas de Samaniego– y aquellos títulos adecuados para impartir historia, caligrafía, gramática, aritmética y la enseñanza de los demás ramos.
En aquel tiempo, todos los días serán de escuela (Art. 59) y las clases duraban tres horas por la mañana y tres por la tarde (Art. 60). Los maestros podían valerse de los premios y castigos, con suma discreción y juicio, para estimular la emulación, contener á los niños y corregirlos (Art. 80). Exigiéndose mucha cordura y prudencia, de forma que nunca castigarán con saña, ni usando de palabras soeces ó humilladoras: vean los niños la razón y justicia de quien los corrige (Art. 87).
Si leemos esta extensa disposición desde el punto de vista del siglo XXI, no hay duda de que las continuas referencias a “los niños” que se citan en el Plan, hoy en día, las habríamos entendido referidas tanto al género masculino como al femenino… pero no, desafortunadamente entonces no era así. Hasta el Art. 196, todo el articulado se aplicaba exclusivamente a los varones y es, a partir del Título XVIII, cuando el Reglamento pasaba a ocuparse de las denominadas Escuelas de niñas para que no carezcan de la buena educación en los rudimentos de la Fe católica, en las reglas del bien obrar, en el ejercicio de las virtudes y en las labores propias de su sexo (Art. 197).
¿Y cuáles eran esas labores? Á saber, se especificaban en el Art. 198: hacer calceta, cortar y coser las ropas comunes de uso, bordar y hacer encajes, ú otras que suelen enseñarse á las niñas. Asimismo, se regulaba que la enseñanza muy precisa de escribir y contar se les daba ó por la misma Maestra ó con el auxilio de algun Maestro ó Pasante que haya cumplido cuarenta años. A partir de ahí, otra enseñanza más extensa y esmerada quedaba reservada á la educación doméstica y arbitrio de los padres y tutores de las niñas, quienes les proporcionarán la que su interés y obligación de educarlas cristianamente les inspiren, y la que crean pueden darles sin riesgo de que se vicien (Art. 199).
Las Primeras Letras en la educación virreinal fue muy buena, porque era una educación íntegra y diferenciada en base al contexto, principalmente de hombres y mujeres. Se basaba en una tutoría especializada y se tenía en cuenta el criterio de inclusión social, partiendo del criterio de que se fundaba una escuela de Primeras Letras a partir de una población de 50 familias. Hay mucho más que decir al respecto, pero recalco lo más importante: íntegra, inclusiva y formadora del carácter y la inteligencia.
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