En la Biblia, el capítulo 8 del libro de los Hechos de los Apóstoles narra la historia de un hombre de Samaria llamado Simón el Mago que, haciéndose pasar por alguien grande, engañaba a todos sus vecinos con sus artes mágicas. Cuando llegó a la ciudad Felipe para anunciar el Evangelio del reino de Dios y el nombre de Jesucristo, bautizando a hombres y mujeres, Simón estaba atónito al ver las señales y grandes milagros que se hacían y cuando descubrió que por la imposición de las manos de los apóstoles se daba el Espíritu Santo, les ofreció dinero, diciendo: Dadme también a mí este poder, para que cualquiera a quien yo impusiere las manos reciba el Espíritu Santo. Entonces Pedro le dijo: Tu dinero perezca contigo, porque has pensado que el don de Dios se obtiene con dinero. No tienes tú parte ni suerte en este asunto, porque tu corazón no es recto delante de Dios.
Desde entonces, el interés de aquel mago dio lugar a un epónimo –la simonía– que el Diccionario de la RAE define como la compra o venta deliberada de cosas espirituales, como los sacramentos y sacramentales, o temporales inseparablemente anejas a las espirituales, como las prebendas y beneficios eclesiásticos. Fue una conducta pecaminosa muy habitual durante la Edad Media, época en la que este comportamiento se prohibió más allá del ámbito eclesiástico -donde los simoníacos eran castigados con la pena de excomunión- porque al oponerse al divino derecho, constituía un pecado grave al comprar o vender el Patrimonio de Christo que estaba fuera de todo humano comercio, como señaló el Obispo de Guadix y Baza, Juan de Montalbán, en sus Cartas pastorales de usura, simonía y penitencia para confessores y penitentes, de 1720.
No hay comentarios:
Publicar un comentario