En el Libro III de su Historia de Roma [ab urbe condita], el escritor paduano Tito Livio (59 a.C. – 17 d.C.) narró la atrocidad de una lujuria brutal que ocurrió en la Ciudad –a mediados del siglo V a. C.– y sus trágicas consecuencias. Sucedió durante el gobierno de los decenviros [como se denominaba a cada uno de los diez magistrados superiores a quienes los antiguos romanos dieron el encargo de componer las leyes de las doce tablas, y que también gobernaron durante algún tiempo la república en lugar de los cónsules, según la RAE]. Cuando estos jueces tuvieron que ausentarse de la capital para acudir a la guerra, Apio Claudio –un joven enérgico e imbuido desde su infancia de odio a la plebe, como lo describió Livio– ocupó el cargo de prefecto de la ciudad. Aprovechándose de las circunstancias y sintiendo una pasión culpable por una virgen de nacimiento plebeyo, en la flor de su juventud y belleza, hija de un hombre ejemplar llamado Lucio Verginio y prometida del valeroso tribuno Lucio Icilio, trató de prevalecer sobre ella mediante regalos y promesas. Cuando se encontró con que su virtud era a prueba contra toda tentación, recurrió a la violencia brutal y sin escrúpulos. Encargó a un cliente, Marco Claudio, que reclamase a la muchacha como su esclava y que no cediese a ninguna demanda de los amigos de la joven para retenerla hasta que el caso fuese juzgado.
La argucia legal de Apio Claudio consistió en reclamarla al considerar que ella era hija de un esclavo suyo y, por lo tanto, también su esclava, lo que le permitía disponer libremente de la joven Virginia. Los defensores de la muchacha manifestaron que Verginio [su padre] estaba ausente, sirviendo al Estado, y que podría presentarse en dos días si se le enviaba aviso, y que era contrario a derecho que en su ausencia se pusiera en riesgo a sus hijos. Pidieron que se interrumpiese el procedimiento hasta la llegada del padre, y que de acuerdo con la ley que él mismo había redactado, se entregase la custodia de la muchacha a quienes asegurasen su libertad, y que no pudiese una doncella en plenitud sufrir peligro en su reputación al comprometerse su libertad.
La sentencia del tribunal fue que se citase al padre y, en el entretanto, el hombre que la reclamaba no debía renunciar a su derecho a llevarse a la muchacha y dar seguridad de que se presentaría con ella a la llegada de su presunto padre. La injusticia de esta sentencia levantó muchas murmuraciones, pero nadie se atrevió a protestar abiertamente hasta que Publio Numitorio, el abuelo de la chica, e Icilio, su prometido, aparecieron en el lugar, pero fueron expulsados por los lictores y de nada valieron sus gritos porque ya se había pronunciado la sentencia.
Cuando unos días más tarde llegó el padre de Virginia, acudió al foro con su hija, rodeados de una multitud inmensa de simpatizantes, para escuchar la resolución definitiva del tribunal: la niña era una esclava. Al principio, todos quedaron estupefactos y asombrados ante esta atrocidad, y por unos momentos hubo un silencio de muerte (…) Entonces, como Marco Claudio se acercase a las matronas que rodeaban a la muchacha para apoderarse de ella entre sus gritos y lágrimas, Verginio, señalando con el brazo extendido a Apio, gritó: "¡Es a Icilio y no a ti, Apio, a quien he prometido a mi hija; la he criado para el matrimonio, no para el ultraje. ¿Estás decidido a satisfacer tus brutales deseos como el ganado y las bestias salvajes?
Apio Claudio, totalmente poseído por su pasión, acusó a la multitud de organizar un movimiento sedicioso mientras Verginio se llevó a su hija a un extremo de la calle, junto a una carnicería, donde cogió un cuchillo y empuñándolo contra su pecho, se lo hundió al tiempo que le decía: Hija mía, ésta es la única forma en que puedo darte la libertad. La tragedia, sin embargo, no había hecho nada más que comenzar. Puedes leer el final de este clásico pulsando en este enlace.
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