Más allá de su significado literal –glóbulo de aire u otro gas que se forma en el interior de algún líquido y sale a la superficie, según el DRAE– desde finales del siglo XX, los ciudadanos venimos asistiendo a la sucesiva creación y estallido de otras burbujas que tambalean la economía mundial: comenzamos con la tecnológica (en la época de las famosas punto.com), continuamos con la inmobiliaria (que supuso la construcción de un ingente parque de viviendas vacías) y, en los últimos años, padecemos la que se relaciona con el rescate de algunas entidades financieras e incluso Estados en bancarrota (casos de Grecia, Portugal, Irlanda, Chipre…). Curiosamente, el origen de la actual acepción económica del término burbuja es jurídico y se remonta a una Ley inglesa de principios del siglo XVIII que, como es lógico, se llamó Bubble Act [Ley Burbuja].
En 1711, el ministro de Hacienda, Robert Harley, creó una empresa denominada South Sea Company [Compañía de los Mares del Sur] para lograr una nueva vía de financiación que aportara liquidez al endeudado Gobierno de Londres y evitase su excesiva dependencia de los créditos que concedía en exclusiva el Banco de Inglaterra. La nueva sociedad, que tenía como objetivo gestionar en régimen de monopolio los beneficios del comercio con Sudamérica, logró en poco tiempo que sus valores pasaran a cotizarse a diez veces su importe, pero los políticos no tuvieron en cuenta ni los continuos enfrentamientos con la Armada española ni que los accionistas se pusieran a vender sus títulos, de forma masiva, para lograr un beneficio inmediato por lo que, finalmente, el Estado tuvo que intervenir para evitar la especulación de esta y de otras empresas similares que surgieron como burbujas ofreciendo pingües negocios en el extranjero sin ningún tipo de control. El 9 de junio de 1720, el Parlamento de Westminster aprobó la Bubble Act para que todas las compañías tuvieran que ser autorizadas previamente mediante una carta otorgada por el poder legislativo.
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