En 1978, la Constitución Española [CE] garantizó el derecho al honor en el Art. 18.1 CE –junto a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen– como una de las manifestaciones de la dignidad de la persona, proclamada en el Art. 10 CE, precepto que sirve de pórtico al Título I [De los derechos y deberes fundamentales]; sin embargo, esta no es la única referencia a la honorabilidad que podemos encontrar en nuestra ley fundamental. En el mismo Título I, el Art. 26 CE prohibió los Tribunales de Honor en el ámbito de la Administración civil y de las organizaciones profesionales; siguiendo la línea que inició el Art. 95 in fine de la Constitución de la II República, de 1931: Quedan abolidos todos los Tribunales de honor, tanto civiles como militares. Un buen ejemplo histórico de esta suerte de justicia corporativa y profesional, ajena al poder judicial, lo podemos encontrar en la redacción original de los Arts. 353 a 364 del Reglamento de organización y régimen del Notariado [RN], de 2 de junio de 1944, que incorporó los Decretos de 10 de noviembre de 1938 y 7 de mayo de 1942 sobre reconstitución de protocolos y Tribunales de Honor a aquel texto reglamentario.
El Art. 353 RN establecía que el Notario que cometiere un acto que le haga desmerecer en el concepto público e indigno de desempeñar el cargo, y cause el desprestigio del Notariado, será sometido a Tribunal de Honor, aunque hubiese sido Juzgado por otro procedimiento, siempre que haya de continuar en la carrera. La formación del Tribunal de Honor la decretaba la Junta directiva del Colegio Notarial al que perteneciera el inculpado por iniciativa de la misma o a demanda concreta y fundada de diez Notarios que sean de la misma categoría del acusado; y estaba formado por siete Notarios designados por sorteo que pertenezcan a la misma categoría que el enjuiciado, pero con números anteriores en el Escalafón y con mayor tiempo de servicios en aquélla. Una vez designados, los miembros del Tribunal de Honor no podían renunciar ni alegar excusa que les eximiera de un cargo que –según establecía el Art. 359 RN– habrán de desempeñar forzosamente como acto de servicio.
Después de constituirse, el Tribunal de Honor procedía a formar el pliego de cargos, señalando el día para su entrega al interesado, así como el plazo que se le daba para responder, y la fecha en que tenía que dictarse el fallo, determinando un período prudencial de pruebas, según las que se hayan de verificar. De todas las actuaciones del Tribunal se levantaban actas por duplicado, autorizadas por el Presidente y el Secretario, salvo la referente a la absolución o la condena, que era firmada por todos los miembros.
Esas eran las dos únicas resoluciones que podía adoptar el Tribunal de Honor con arreglo a conciencia y honor por mayoría de votos, sin que sea permitido a ningún Vocal abstenerse de votar en sentido concreto: absolver al inculpado o separarlo totalmente del servicio [aunque conservaba el derecho a la pensión que por el tiempo de sus servicios le correspondiere a la fecha de su separación]. Como era previsible, aquellas resoluciones eran inapelables.
Estos juicios inter pares se originaron en el ámbito castrense para proteger el honor de las Fuerzas Armadas, pero en España, curiosamente, se extendieron más allá del Ejército, tanto al ámbito de los funcionarios de las Administraciones Públicas como, sobre todo, al campo de actuación privada de los colegios profesionales, dando lugar a una situación única y exclusiva del Derecho español que no se reprodujo en ningún otro lugar del mundo.
Esta entrada sobre los Tribunales de Honor se sube al archivo de in albis en su III aniversario on line; con más de 390.000 visitas de 131 países del mundo y, especialmente, de las Américas. Gracias a todos por ser tan curiosos.
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