Durante el reinado de Isabel II, un Real Decreto de 20 de marzo de 1867 creó el Museo Arqueológico Nacional, en Madrid, siguiendo la estela de otras capitales europeas; de hecho, la propia norma reconoce que ese espléndido alojamiento sería un émulo digno de las colecciones de igual género que con tanto orgullo se exponen al público en principales Museos extranjeros. Con estas aspiraciones, el Gobierno español pretendía juntar y ordenar los (…) testigos incorruptibles de las edades que fueron, y comprobantes irrecusables (…) de la cultura general del país en las varias épocas de su historia; guardar los preciosos restos de las primitivas colonias que habitaron la Península (…); manifestar en los grandiosos salones del nuevo Museo las estimables muestras que aun conservamos del gusto griego, y los numerosos y robustos testimonios de la grandeza Romana (…) porque teníamos sin género alguno de duda una colección inmensa (…) de riquezas artísticas para depositar en el edificio que, destinado á Biblioteca Nacional y Museos, ha comenzado á construirse con aplauso general en el paseo de Recoletos. (…) El Real decreto mencionado no solo aspira á reunir en un centro digno los recuerdos más brillantes de otras épocas, sino también á preparar su futura conservación y aumento como conviene á una nación que blasona de civilizada, y debe estar á la altura de las demás de Europa en este género de instituciones cultas [1].
Entre los numerosos objetos que, hoy en día, se muestran al público que visita el MAN, desde un punto de vista jurídico, destacan las téseras que se exhiben en la Planta 1 de su exposición permanente, dentro de la sección dedicada a la Hispania romana.
Recordemos que las legiones de Roma –la finca de pocas hectáreas que Rómulo y Remo recortaron con el arado entre las colinas del Tíber convirtióse en el espacio de pocos siglos en el centro de Lacio, después de Italia, y más tarde del mundo conocido hasta entonces. Y en todo él se habló su lengua y se respetaron sus leyes [2]– entraron a la Península Ibérica por la Costa Brava, en el año 218 a.C., cuando estalló la II Guerra Púnica entre la ciudad eterna y la otra gran potencia de su tiempo: Cartago. El triunfo de la primera propició que Roma se extendiera primero por todo el litoral del arco mediterráneo antes de adentrarse a conquistar el interior peninsular donde habitaban diversos pueblos celtas, íberos y celtíberos. En el año 19 a. C., tras doscientos años de guerra de conquista, Augusto terminó con las últimas resistencias de astures y cántabros. Comenzó entonces un largo periodo de paz en el que se produjo la unificación política del territorio peninsular, la imposición de la Lex romana, la multiplicación del modelo ciudadano y la absorción de las élites indígenas que gobernaban en nombre de Roma y propagaban su cultura. Hispania quedó definitivamente integrada en el Imperio Romano. La sociedad hispanorromana (…) era un complejo mosaico en el que convivían poblaciones indígenas con gentes venidas de otras zonas del Imperio. Los pactos de hospitalidad [llamados hospitium porque quienes los firmaban se convertían, mutuamente, en hospites (huéspedes)] establecidos entre ellos facilitaron la convivencia.
En las vitrinas del museo se muestran algunos de esos documentos legales que se utilizaron para sellar los acuerdos y que debía conservar cada parte. A esas piezas cúbicas o planchuelas con inscripciones que los romanos usaban como contraseña, distinción honorífica o prenda de un pacto se les denomina téseras, según la definición del Diccionario de la RAE; por ejemplo, la nº 2007/55/5 del inventario del MAN es una tésera celtibérica, con forma de pez, de 4,30 x 3,10 cm y apenas 7 gramos de peso, hallada en la comarca burgalesa de Sasamón y que se dató en torno al año 200 a.C.
Según su ficha: las téseras celtibéricas son la plasmación material de una institución de origen indoeuropeo de larga tradición. El aspecto formal con que las conocemos parece tener un origen romano. Cuando las poblaciones célticas hispanas entraron en contacto con los romanos, el "hospitium" y las téseras que lo acreditaban podía servir para dos fines: atestiguar acuerdos de hospitalidad entre particulares, o bien pactos públicos otorgados por una ciudad, que, en algunos casos, facilitaban la integración cívica en ella de un forastero. En términos generales se puede decir que fueron usadas como contraseña, distinción honorífica, prenda de un pacto, sello de amistad, reparto de tierras, contrato, derechos reconocidos, derechos o prestaciones y permisos de paso o pastoreo, etc.
Estas pequeñas láminas de bronce, plata o latón reproducen formas animales de manera esquemática (bóvidos, équidos, suidos, delfines, pájaros o peces), o dos manos diestras estrechadas (…). Los textos, en la mayor parte de los casos, aluden a ciudades (…) en lo que parecen ser formularios unilaterales y bilaterales, respectivamente, de relaciones jurídicas, políticas o socioeconómicas.
Citas: [1] Gaceta de Madrid nº 119, de 29 de abril de 1867, p. 4. [2] MONTANELLI, I. Historia de Roma. Barcelona: Círculo de Lectores, p.11.
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