martes, 15 de abril de 2014

Las directrices para redactar la legislación comunitaria

La Oficina de Publicaciones Oficiales de las Comunidades Europeas editó en 2003 la Guía práctica común del Parlamento Europeo, del Consejo y de la Comisión dirigida a las personas que contribuyen a la redacción de los textos legislativos en las instituciones comunitarias con un sencillo pero trascendental objetivo: para que la legislación comunitaria sea mejor comprendida y se aplique correctamente, resulta esencial velar por la calidad de su redacción. En efecto, para que los ciudadanos y los agentes económicos puedan conocer sus derechos y obligaciones, los órganos jurisdiccionales garantizar su observancia y los Estados miembros llevar a cabo, cuando sea necesario, una incorporación de las normas comunitarias al ordenamiento jurídico interno, correcta y respetuosa de los plazos correspondientes, la legislación comunitaria debe formularse de manera clara, coherente y con arreglo a principios uniformes de presentación y de técnica legislativa. Esta necesidad de legislar mejor –con textos más claros y más sencillos, que respeten los principios legislativos elementales– se puso de manifiesto tras el Consejo Europeo de Edimburgo, de 1992; se reafirmó un año más tarde en un anexo al Acta final del Tratado de Ámsterdam y, finalmente, las tres instituciones que participan en el procedimiento de adopción de los actos comunitarios –el Parlamento Europeo, el Consejo y la Comisión– aprobaron el Acuerdo interinstitucional, de 22 de diciembre de 1998, relativo a las directrices comunes sobre la calidad de la redacción de la legislación comunitaria.

Partiendo de esta premisa, se recomienda que la redacción de un acto legislativo sea: clara [de fácil comprensión, desprovista de equívocos], sencilla [concisa, desprovista de elementos superfluos] y precisa [no dejará lugar a dudas en el lector]. Un principio de sentido común que también se relaciona con los principios generales del Derecho; por ejemplo, con la igualdad de los ciudadanos ante la ley [en el sentido de que la ley debe ser accesible –y comprensible– para todos] o la seguridad jurídica [porque la ley debe ser previsible en su aplicación]. El objetivo último que se persigue al aplicar este principio es doble: por un lado, conseguir una redacción gramaticalmente correcta que respete las normas de puntuación facilitará la buena comprensión del texto; y, por otro, evitar contenciosos que se deban a una mala calidad de la redacción.

Las directrices europeas reiteran que lo que va a caracterizar un buen estilo legislativo es la expresión sucinta de las ideas fundamentales del texto; de modo que hay que evitar las cláusulas ilustrativas, con la intención de que el texto resulte más comprensible para el lector, porque pueden ser fuente de problemas de interpretación; conviene velar por la homogeneidad del conjunto del texto y de éste con los demás actos de la legislación comunitaria, evitando solapamientos y contradicciones con respecto a otras disposiciones; y cada artículo debe contener una única norma o regla, estructurándose de la manera más sencilla posible, haciendo un esfuerzo de síntesis para conseguir una formulación más clara y dosificando el uso de abreviaturas.

En cuanto a España, puedes leer la entrada que dediqué a las Directrices de técnica normativa.

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