En las masificadas cárceles británicas del siglo XIX, los presos condenados por insolvencia debían permanecer encarcelados hasta que liquidaran el pago de sus deudas; es decir, como el moroso –o sus allegados– carecieran de recursos, el preso podía morirse de viejo encerrado de por vida en la prisión. Aquella norma también incluía un curioso efecto colateral: si el insolvente tenía familia, todos sus miembros podían trasladarse a vivir a la cárcel junto al convicto, compartiendo su celda con él.
En este contexto transcurrió la infancia del novelista Charles Dickens (1812-1870), encerrado con su padre y el resto de su familia en la prisión londinense de Marshalsea. Con razón, pocos autores han sabido plasmar las penurias de la vida carcelaria como él; sobre todo en sus novelas David Copperfield, La casa desolada, Oliver Twist y, especialmente, en La pequeña Dorrit, donde describió su hogar como una cárcel para deudores y en su interior se había dispuesto una prisión mucho más severa para contrabandistas. Allá se encerraban también los infractores de las leyes sobre impuestos y tarifas aduaneras. Consistía en varias celdas y un pasillo de metro y medio de anchura que desembocaba en un espacio libre dedicado a campo de bolos donde los presos por deudas pasaban el tiempo.
Tiempo que podían ser meses o años… la cadena perpetua… o tan solo unas horas; dependiendo de la rapidez con la que el preso por deudas pagase para recobrar su libertad, malvendiendo sus escasas pertenencias o logrando que su mujer o hijos encontraran un empleo con el que mantenerse y liquidar sus cuentas pendientes.
Dickens permaneció en la prisión de Marshalsea –sin escolarizar (lo que le obligó a convertirse en un completo autodidacta)– hasta que cumplió los 9 años y sólo pudo estudiar un par de cursos antes de tener que ponerse a trabajar, a los 12, en una fábrica que envasaba betún para zapatos. Con su miserable sueldo –unos seis chelines a cambio de diez horas de jornada laboral– Charles logró sacar adelante a su familia y consiguió que su padre saliera de la cárcel. A partir de aquel momento, la situación económica de los Dickens mejoró gracias a la herencia de su abuela y a las crónicas de tribunales que el escritor empezó a publicar en el Morning Chronicle, el periódico donde –años más tarde– también se editaron sus famosas novelas por entregas y donde conoció a la que sería su mujer: la hija del dueño.
Si los personajes de Dickens reflejaron las deplorables condiciones sociales y laborales de mediados del siglo XIX; el mejor exponente son los niños de Oliver Twist, obligados a robar pañuelos, relojes y carteras en las calles de Londres por orden del anciano Fagin, que dirige a una pandilla de ladrones. Con grandes dosis de humor negro, esta fue una de las primeras novelas sociales que denunció temas tan sórdidos para aquella sociedad victoriana como la delincuencia, el crimen, la marginación o la prostitución.
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