Entre 1993 y 1997, un vecino de una pequeña localidad de Navarra, que por aquel entonces tenía 60 años, estuvo contratando de forma periódica los servicios de la misma prostituta, hasta que en abril de 1997, ella le dijo que estaba embarazada y que necesitaba dinero para abortar en Inglaterra, señalándole que, si no se lo entregaba, se lo contaría a su familia; tal y como consta en los hechos probados en la sentencia 430/2001, de 21 de enero, del Tribunal Supremo. Para que la mujer no cumpliera con su amenaza, el hombre cedió al chantaje y le hizo llegar 350.000 pesetas pero, dos meses más tarde, se volvió a repetir la petición de la mujer –esta vez, aduciendo que debía someterse a una intervención quirúrgica– y obtuvo otras 500.000 pesetas más. Desde aquel momento y hasta febrero de 1998, la prostituta llegó a presentarse en el portal de su vivienda para informarle de que no había abortado y que, por lo tanto, él tenía que hacerse cargo de su hijo, logrando nueve remesas que oscilaron entre las 180.000 y las 800.000 pesetas. El círculo del chantaje solo se rompió cuando el empleado de la sucursal bancaria, extrañado por la continua retirada de fondos, logró que el hombre le confesara su secreto y le aconsejó que denunciara los hechos en la comisaría de Pamplona, de modo que, en la última entrega de dinero, los agentes de policía lograron detener a la mujer que fue condenada como autora criminalmente responsable de un delito de amenazas (…) a la pena de 2 años y 6 meses de prisión (…) y a pagar al sexagenario una indemnización de 3.965.000 pesetas.
Este caso real es un buen ejemplo en el que se cumplen todos los requisitos del delito de amenazas que se recoge en el Art. 171.2 del Código Penal: Si alguien exigiere de otro una cantidad o recompensa bajo la amenaza de revelar o difundir hechos referentes a su vida privada o relaciones familiares que no sean públicamente conocidos y puedan afectar a su fama, crédito o interés, será castigado con la pena de prisión de dos a cuatro años, si ha conseguido la entrega de todo o parte de lo exigido, y con la de cuatro meses a dos años, si no lo consiguiere; porque en el chantaje de la prostituta concurrieron, como reconoció el Supremo: a) Las cantidades dinerarias que entregó la víctima a la acusada fueron exigidas por ésta bajo la constante amenaza de revelar o difundir a los demás (principalmente a su familia), no ya sólo unas relaciones sexuales continuas con una prostituta, sino también la existencia de un hijo como fruto de esas relaciones, hechos que indiscutiblemente afectaban a su vida privada y a sus relaciones familiares. b) Tales hechos de relación espuria no eran conocidas públicamente, de tal manera que de haberse revelado hubieran afectado gravemente a la fama, crédito e interés de la víctima. c) Por último, y según se ha visto, la acusada y condenada por este delito de amenazas consiguió prácticamente la total entrega de todas las sumas de dinero exigidas.
Recordemos que el Art. 171 CP no tipifica el chantaje con esta denominación coloquial sino como amenaza de un mal que no constituye delito.
Para la mayor parte de la doctrina científica, como han señalado los profesores Gómez Pomar y Ortiz de Urbina (Chantaje e intimidación: un análisis jurídico-económico. Cizur Menor: Thomson Civitas, 2005, p. 197): el propósito de criminalizar el chantaje es eliminar los incentivos (…) para obtener información que, en caso de ser aceptada la oferta del chantajista, sería silenciada y no revelada; es decir, se trata de “sujetarlo” mediante sanciones penales para desalentarle y que no desentierre trapos sucios para volver a enterrarlos de inmediato (expresión de origen anglosajón utilizada gráficamente, a mediados del siglo XIX, por los jueces Douglas Ginsburg y Paul Shechtman: digging up dirt only to bury it again).
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