En anteriores entradas ya hemos tenido ocasión de referirnos al Tratado de Qadesh, cincelado en acadio entorno al año 1279 a.C. para que el faraón egipcio Ramsés II y el rey hitita Hattusili III pusieran fin al conflicto que enfrentaba a las dos grandes potencias de aquel tiempo (de hecho, es el tratado de paz internacional más antiguo que se ha podido documentar). Desde aquel acuerdo del siglo XIII a. C. (…) hasta al menos mediados del siglo XIX –ya de nuestra era; es decir, unos 3.200 años después– la mayoría de las reglas de dimensión internacional se encontraban codificadas en tratados entre dos o, como mucho, unos pocos Estados, o bien en los escritos de los juristas. No fue sino hasta la segunda mitad del siglo cuando el tratado multilateral, en el que podía participar cualquier Estado, se convirtió en instrumento principal del Derecho Internacional. El hito se dio en la Declaración del derecho marítimo de París de 1856, al final de la guerra de Crimea, que estableció normas generales para el complejo problema de las relaciones entre los beligerantes y el transporte marítimo neutral en tiempos de guerra. Al cabo de un año, cuarenta y nueve estados –tan distantes como Japón, Perú y Suecia– se habían acogido al tratado. La idea de unas normas recogidas en un tratado que se aplicara por igual a todos los Estados se convertiría en uno de los fundamentos del Derecho Internacional del siglo XX [1].
Edouard Dubufe | El Congreso de París (1856) |
En España, la Gaceta de Madrid –precedente histórico del actual BOE– de 15 de junio de 1856 incluyó una significativa reseña sobre aquel trascendental instrumento jurídico: El Moniteur belge [Diario Oficial de Bélgica] publica la declaración del Congreso de Paris relativa á los principios de derecho marítimo, con una nota de adhesión al pié. En ella se dice que las Potencias signatarias de la declaración del 16 de Abril la han notificado á los Estados que no han tenido participación en el Congreso de Paris, y que, al invitar á estas á adherirse, han declarado que no podrían admitir una accesión limitada. y que no abrazan en su conjunto los principios aceptados por ellas. Bélgica, añade, no podrá dejar de apresurarse á aceptar un hecho cuyo objeto esencial es colocar el comercio de los neutrales en tiempo de guerra bajo la salvaguardia de estipulaciones formales y obligatorias para todos los Estados que las han suscrito ó las suscriban.
Dos años más tarde, la Gazeta madrileña del 20 de noviembre de 1858, citando al Monitor prusiano, publicó la lista de Estados que se habían adherido á la declaración relativa al derecho marítimo del 16 de Abril de 1856, acordada por Prusia, Austria, Francia, Inglaterra, Rusia y la Puerta [Otómana; es decir, Turquía], Anhalt-Bernbourg, Anhalt-Dessau-Cothen, Baden, Baviera, Bélgica, Brasil, Brunswick, Bremen, Dinamarca, Confederación Germánica, Francfort, Grecia, Hamburgo, Hannover, Hesse-Electoral, Hesse-Gran Ducal, Estados Pontificios, Lippe, Lubeck, Mecklemburgo, Schwerin y Strelitz, Módena, Nassau, Países Bajos, Oldemburgo, Parma, Portugal, Sajonia, Ducados de Sajonia, Schaumburg-Lippe, Schwartzburg, Suecia, Suiza, Dos Sicilias, Toscana, Waldeck y Wurtemberg [recordemos que Alemania e Italia aún no se habían unificado tal y como hoy las conocemos].
La Declaración parisina de 1856 incluía una parte expositiva y otra dispositiva. En la primera, los plenipotenciarios que la firmaron consideraron que: el derecho marítimo en tiempo de guerra ha sido durante largo tiempo objeto de discusiones lamentables; la impresión de los derechos y deberes en esta materia da lugar, entre los neutrales y los beligerantes, a divergencias de opinión que pueden originar serias dificultades y aun conflictos; y, por consiguiente, sería desventajoso establecer una doctrina uniforme sobre punto tan importante. Por ese motivo, los plenipotenciarios, reunidos en el congreso de París, no podrán responder mejor a las intenciones que anima a sus gobiernos, que tratando de introducir en las relaciones internacionales principios fijos a este respecto.
La segunda parte de la Declaración disponía cuatro puntos:
- El corso está y queda abolido.
- El pabellón neutral cubre la mercancía enemiga, a excepción del contrabando de guerra.
- La mercancía neutral, a excepción del contrabando de guerra, no puede ser apresada bajo el pabellón enemigo.
- Los bloqueos, para obligar, deben ser efectivos, es decir, mantenidos por una fuerza suficiente para impedir realmente el acceso al litoral enemigo.
Como señalaba al comienzo el profesor Roberts, la principal novedad de aquel texto fue que concluyó con dos apartados en los que se abría la posibilidad de que otras naciones la suscribieran: Los gobiernos de los infrascritos plenipotenciarios se comprometen a llevar esta Declaración a conocimiento de los Estados que no han sido llamados a tomar parte en el congreso de París, y a invitarlos a dar su adhesión. Convencidos de que las máximas que acaban de proclamar no serán acogidas sino con gratitud por el mundo entero, los plenipotenciarios que suscriben no dudan de que los esfuerzos de sus gobiernos para hacer general su adopción, no sean coronados por el éxito.
¿Qué ocurrió con España? La respuesta la encontramos en un Real Decreto de 20 de enero de 1908 que la Gaceta publicó dos días después. Como la Declaración se adoptó en París, el embajador de Francia dirigió una invitación a las autoridades españolas mediante una nota del 19 de mayo de 1856. (…) el Gobierno de entonces tuvo que tomar en cuenta la circunstancia, que también le había sido participada, de no poder la adhesión a los principios arriba transcritos ser limitada ni dejar de abarcarlos a todos, conforme al Protocolo 24 del Congreso. El Ministro de Estado de Su Majestad Católica, en su respuesta fechada a 16 de mayo de 1857, expresó que el Gabinete de Madrid apreciaba en su alto valor las generosas doctrinas que prevalecían en la declaración, y había visto con complacencia los acuerdos recaídos respecto a la libertad de la mercancía enemiga bajo bandera neutral y de la mercancía neutral bajo bandera enemiga, y a la necesidad de que para existir el bloqueo se impidiese el acceso al litoral enemigo; pero que no podía en aquel instante, por consideraciones peculiares suyas, imposibles de desatender, admitir el principio de que el corso estuviera y quedase abolido. Es decir, España, en la segunda mitad del siglo XIX, decidió no formar parte de aquella pionera Declaración.
Pero, en 1907 –continúa relatando el Decreto de 1908– al discutirse recientemente en la segunda Conferencia internacional de la Paz [se refiere a los «Convenios de La Haya» de 18 de octubre de 1907 que España ratificó en junio de 1913] cuestiones diversas de derecho internacional marítimo en tiempo de guerra, el Gobierno de V. M. hubo de examinar si el cambio de circunstancias y el ejemplo, puede decirse, que unánime de las demás Potencias no aconsejaban dar la adhesión que medio siglo ha se negara. El resultado de nuestro estudio consistió en autorizar al primer Delegado de España en la citada Asamblea a declarar que, en efecto, nuestra Patria, animada del deseo de contribuir a la unificación del Derecho marítimo internacional en tiempo de guerra, estaba dispuesta a aceptar el principio de la abolición del corso y adherirse a la declaración de París de 1856 en toda su integridad. Con lo cual, España se acabó incorporando en 1908.
NB: la senda que se abrió en París se mantuvo en la siguiente década, como ya vimos, el 11 de diciembre de 1868, cuando se firmó en la capital de los zares la denominada Declaración de San Petersburgo con el objeto de prohibir el uso de determinados proyectiles en tiempo de guerra.
PD: por cultura general, el corso marítimo se diferenciaba de la piratería en que la actuación de los corsarios consistía en una Operación de guerra marítima llevada a cabo por particulares por su cuenta y riesgo pero bajo la autorización, el control y la responsabilidad de un Estado beligerante, condición que distingue al corso de la piratería. Definiéndose el corsario como el: Armador, capitán y tripulación, y por extensión el propio buque, dedicados al corso en virtud de autorización y comisión otorgada por un poder soberano denominada «patente de corso», para hacer la guerra en el mar contra el comercio enemigo bajo las mismas normas que las fuerzas navales regulares pero por su cuenta y riesgo asumiendo los daños y perjuicios sufridos en su caso y sin recibir otra compensación que el botín obtenido al enemigo en campaña (Diccionario del Español Jurídico).
Cita: [1] ROBERTS, A. “¿Hacia una comunidad internacional?”. En: HOWARD, M. & ROGER LOUIS, W. (Eds.). Historia Oxford del siglo XX. Barcelona: Planeta, 1999, pp. 476-477. Pinacografía: Gustave Loiseau | Vista de Notre-Dame, Paris (1911). Ivan Aivazovsky | Batalla naval turco-rusa de Sinop, del 18 de noviembre de 1853 (1853) e Inspección de la flota del Mar Negro (1886).
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