martes, 23 de noviembre de 2010

La tierra de los convictos

En 1770, después de navegar por toda la costa oriental de Australia, el capitán James Cook reclamó aquellas tierras en nombre del rey Jorge III de Inglaterra y las llamó Nueva Gales del Sur. Nueve años más tarde, el especialista en botánica que lo acompañó en aquella exploración, Joseph Banks –presidente de la Royal Society– fue el primero que sugirió la idea de trasladar a los convictos de las hacinadas cárceles británicas hasta las antípodas.

Como resultado de aquella propuesta, entre 1788 –cuando llegó la primera flota de 11 barcos a Botany Bay– y 1868 –fecha en que el Hougoumont arribó al puerto de Fremantle, junto a Perth– se calcula que unos 160.000 convictos fueron embarcados con destino a Australia; especialmente, a la ciudad de Sydney y a la isla de la Tierra de Van Diemen; un lugar que, inevitablemente, se asoció desde entonces con las siniestras historias de prisioneros maltratados y sádicos castigos y que para superarlo, en 1855, decidió cambiar su nombre por el actual de Tasmania, en recuerdo al explorador Abel Tasman.

Los primeros convictos pensaron que se les trasladaba a una nueva Tierra Prometida, de prados verdes y colinas llenas de bosques, muy alejada de las insalubres cárceles flotantes donde se les encerraba en Londres –a finales del siglo XVIII las cárceles británicas estaban tan atestadas que los criminales eran confinados en viejos barcos-prisión anclados en el Támesis o en el puerto de Portsmouth– de forma que hubo muchos que decidieron conmutar su pena de prisión o la de muerte por la deportación a la nueva colonia penal; sin embargo, la realidad fue mucho más dura y comenzó nada más salir de Gran Bretaña.

Las condiciones del viaje desde la metrópoli hasta la costa australiana del Pacífico eran terribles y muy cercanas a la esclavitud (abolida en Inglaterra, oficialmente, desde 1807): sin apenas qué comer, se les castigaba duramente con el látigo, amarrándoles con cadenas y encerrados en condiciones infrahumanas. Sólo cuando empezó a bonificarse a los capitanes de los navíos por cada uno de los prisioneros que lograba desembarcar en condiciones de ponerse a trabajar, empezó a mejorar la situación de los viajes en barco.

Aún así, la situación en tierra firme tampoco era mucho más halagüeña y, al menos, una tercera parte de los que sobrevivieron a los primeros traslados, perecieron poco después de llegar víctimas de la hambruna, la dureza del trabajo o los latigazos de unos oficiales y carceleros que –en la mayor parte de los casos– no eran mucho mejores que los propios convictos. Según cuenta la tradición australiana, los presos llegaban a verse en condiciones tan extremas que se juraban entre ellos un “pacto de muerte” que consistía en que uno ponía fin al sufrimiento del otro acabando con su vida y, como consecuencia del crimen, el primero era condenado a morir colgado de la horca. De esta forma, ambos descansaban en paz. La degradación llegó a tal extremo que incluso se han documentado casos de canibalismo entre los convictos que huían desesperados por un terreno completamente inhóspito habitado tan sólo por los hostiles aborígenes.

Para los reincidentes que volvían a delinquir, las autoridades de la colonia habilitaron un presidio especial en la isla de Norfolk –en medio de la nada en el Océano Pacífico, a unos 1.500 kilómetros de la costa de Sydney– donde los índices de mortandad de los prisioneros alcanzaron todavía sus cotas más altas.
De los 160.000 prisioneros que llegaron a Australia en aquella época –a los que se vestía con degradantes uniformes de cuadros negros y amarillos, por el color de la humillación– la gran mayoría procedía de las Islas Británicas: desde ingleses que cazaban ilegalmente en las fincas de los nobles para tener algo que comer hasta irlandeses revolucionarios a los que se encerraba por motivos políticos; además de prostitutas, ladrones, timadores, asesinos y toda una ralea de criminales.
Lo único que les diferenciaba de los esclavos era que, al final, algunos presos lograban sobrevivir a su condena y eran puestos en libertad pero, aun así, los demás colonos dedicados a la agricultura, la minería, la cría de ovejas merinas o la búsqueda de oro, siempre los miraron como a ciudadanos de segunda dando lugar a tres clases de australianos: libres, liberados y condenados.

Desde principios del siglo XIX, algunos de aquellos convictos lograron huir de los presidios y adaptarse a las difíciles condiciones de vida en el “outback” (el árido y desértico interior de esta isla-continente que cubre casi un 80% de la superficie australiana). Allí, muchos acabaron convirtiéndose en verdaderas leyendas como forajidos y salteadores de caminos que robaban ovejas y mataban canguros para vender sus pieles. Eran los llamados bushrangers. A partir de 1850, aprovechando la fiebre del oro y la llegada masiva de emigrantes, la delincuencia de estos bandidos alcanzó su mayor apogeo pero entonces ya no eran expresidiarios británicos fugados sino jóvenes nacidos en la propia Australia que se hacían conocer por románticos alias como Capitán Luz de Luna, César Negro, Capitán Rayo o Medianoche. Su aventura concluyó con el siglo, cuando la mayor de parte de ellos murieron por los disparos de la policía o juzgados y condenados en la horca.

Probablemente, uno de los más famosos fue la banda de Ned Kelly (1855/1880), un audaz Robin Hood que el pueblo elevó a la categoría de mito y que –como sucedió con Billy el Niño, en Nuevo México (Estados Unidos)– se ganó el afecto de sus paisanos hasta el punto de que, unos días antes de ser ahorcado en Melbourne con apenas 25 años, se llegaron a reunir 32.000 firmas pidiendo su indulto. Con su ejecución, Ned entró de lleno a formar parte de las canciones, poemas e incluso películas de esta joven nación.

Un país que, finalmente, alcanzó su independencia el 1 de enero de 1901; convirtiéndose, en la actualidad, en una de las 10 mayores potencias mundiales a pesar de que, en su origen, se fundara como una lejana tierra de convictos.

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