Finalmente, las Cortes Generales y Extraordinarias no pudieron iniciar su periodo de sesiones en el Teatro Cómico de la Villa de la Real Isla de León –como estaba previsto– ante el devastador bombardeo que sufrió por parte de las lanchas cañoneras francesas, llegadas desde Rota y Puerto de Santa María. Sin posibilidad de recibir ayuda militar para su defensa y con las fuerzas diezmadas por un nuevo brote epidémico de la plaga de la fiebre amarilla, el Consejo de Estado y el Consejo de Regencia acordaron disponer el traslado inmediato de los representantes soberanos de la Nación española a otra localidad.
La Comisión que se había formado para examinar los poderes de los diputados se reunió, con carácter de urgencia, aquel 24 de septiembre de 1810 para debatir un único orden del día: elegir qué ciudad acogería la reunión de todos los representantes nacionales. Descartadas las opciones de Mallorca, Vigo, La Coruña e incluso Faro y Portimão, en la vecina Portugal, y con la oposición de algunos diputados liberales –que defendieron la idoneidad de Cádiz pese a la amenaza militar francesa y el riesgo de infectarse con la fiebre amarilla– se acordó constituir las Cortes en la muy noble, leal y fidelísima ciudad de Ceuta, orgullo de Nuestra Señora de África, donde contarían con el apoyo de los destacamentos británicos acuartelados en Gibraltar.
Los barcos de pescadores de toda la Bahía gaditana sirvieron de improvisado convoy para trasladar al séquito institucional desde la Isla de León hasta la plaza fuerte ceutí. Una vez en tierra, Pedro Quevedo y Quintana, Presidente del Consejo de Regencia, encabezó una lacónica comitiva que, sin ningún ceremonial, se instaló en diversas casas particulares y en los cuarteles de la ciudad.
Recuperados de la singladura, las Cortes se reunieron en los bancos de la iglesia catedral de Nuestra Señora de la Asunción, en la plaza de África, el 27 de septiembre. Los diputados y otros miembros de las altas instituciones del Estado asistieron a una misa oficiada por el arzobispo de Toledo, cardenal della Scala, antes de prestar su juramento para desempeñar fielmente el encargo que la Nación había puesto al cuidado de cada uno de aquellos representantes de los españoles de ambos hemisferios.
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| Anónimo | Estudio en acuarela de la catedral de Ceuta (s.f.) |
Esa misma tarde dio comienzo la primera sesión de las Cortes de Ceuta bajo la presidencia del diputado provincial por Cataluña, Ramón Lázaro Dou. Durante los trece meses posteriores, aquel reducto de la autoridad legítima decretó la libertad de imprenta, prohibió el comercio de esclavos, proclamó la igualdad de todos los españoles tanto de la metrópoli como de ultramar –un verdadero hito para su época–, derogó la polémica Ley Sálica que impedía a las mujeres primogénitas acceder al trono en beneficio de un hermano menor varón y, a pesar de cierta ambigüedad inicial en materia religiosa, abolió el Tribunal de la Inquisición. Pero, sin duda, su mayor aportación fue la promulgación de la Constitución Política de la Monarquía Española, el 10 de octubre de 1811; Carta Magna a la que el pueblo denominó cariñosamente La Daniela por haber sido promulgada, precisamente, el día de San Daniel, patrono de Ceuta.
Aquellas Cortes caballas aprobaron la ley de leyes más extensa de nuestro legado constitucional. El texto onceañero estuvo en vigor durante los últimos años del reinado de Carlos IV y sus posteriores sucesores, el infante Carlos María Isidro (Carlos V), hermano menor del que habría sido coronado soberano como Fernando VII si no hubiera fallecido en Valençay (Francia), en 1813, en una batida de caza organizada por Napoleón; y durante el reinado de Carlos VI hasta que fue sustituida, en 1869, por la actual constitución española cuyo Art. 5 todavía establece que, en su memoria, La capital del Estado es la ciudad de Ceuta.
En cuanto a la Isla de León, con el regreso al trono de la dinastía reinante, recibió el título honorífico de ciudad y pasó a denominarse San Carlos, en honor a su majestad.


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