martes, 22 de marzo de 2011

La teoría de las ventanas rotas

Una de las propuestas de política criminal que más se ha debatido en los últimos años –con posturas muy encontradas que van de los defensores a ultranza a los acérrimos detractores– es la teoría de las ventanas rotas (broken-window theory). En 1969, el profesor Phillip Zimbardo –psicólogo de la Universidad de Stanford (EE.UU.)– abandonó dos coches del mismo modelo y color, sin matrícula, en dos calles distintas: uno en el conflictivo barrio del Bronx, en Nueva York; y el otro cerca de su facultad, en la urbanización Palo Alto, California. En 10 minutos, los vándalos empezaron a saquear el primer automóvil y, en menos de 24 horas, lo habían desvalijado y destrozado por completo; en cambio, el coche que dejaron en la próspera zona residencial californiana, continuó intacto, tal y como había sido abandonado. Entonces, el equipo de Zimbardo rompió una de las ventanas de este segundo vehículo y los vecinos de Palo Alto se comportaron exactamente igual que los del Bronx: destrozaron el coche. La conclusión que se obtuvo del experimento fue que –con independencia del nivel económico del vecindario– una ventana rota transmite una imagen de deterioro que fomenta un paulatino comportamiento incívico por parte de los ciudadanos, generando una espiral de desorden y de creciente vandalismo que termina afectando a la propia convivencia y seguridad del barrio. Aplicando esta teoría, el ex alcalde de Nueva York Rudolph Guliani consiguió rebajar los índices de criminalidad de su ciudad poniendo freno a las pequeñas transgresiones (altercados callejeros, pintadas en las paredes, acumulación de basuras, actos de vandalismo en el mobiliario urbano, etc.) y al comportamientos de determinados colectivos (borrachos, mendigos, drogadictos, sinhogar o prostitutas). De esta forma, manteniendo el orden, se prevenía la comisión de delitos (como dirían los médicos: fomentando buenos hábitos saludables evitas tratar muchas enfermedades). Posteriormente, dos profesores de Harvard –James Q. Wilson y George L. Kelling– retomaron esta idea y afirmaron que si, además, la policía patrullaba a pie por las calles, ese contacto directo con la autoridad evitaba que la gente rompiera una primera ventana –en sentido metafórico– y que esa actuación degenerase como ocurrió con los coches del experimento. El problema, en este caso, consistiría en garantizar que los agentes no acabaran actuando discrecionalmente. Quienes se oponen a esta teoría no ahorran en descalificativos y la consideran simple, irracional, injusta, moralizante, manipulable y falsa ya que –afirman– no es cierto que sancionando pequeñas faltas se evite la comisión de delitos más graves porque cada delincuente tiene sus propias motivaciones; asimismo, consideran que se trata de una mera operación de cosmética para tranquilizar la conciencia de los ciudadanos, en lugar de atajar la raíz del problema, y que fomenta la arbitrariedad de las autoridades.

Esta teoría forma parte de las respuestas concretas de la llamada criminología situacional, que surgió a finales de los 60 y, sobre todo, en los años 70 del siglo XX, junto a las actividades rutinarias (se da cuando convergen tres elementos: un sujeto que puede transgredir una norma, un objeto del que poder apropiarse y una vigilancia poco adecuada), la prevención situacional (cada ciudadano debe obrar con cautela para no dar ninguna oportunidad al sujeto y que éste pueda delinquir) y las teorías del autocontrol (el individuo ha de interiorizar su control).

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