miércoles, 22 de junio de 2016

«France criminelle» (V): el «Caso de Jean Calas»

Poco después de que se ejecutara a Robert François Damiens en la Place de Grève de París, el 28 de marzo de 1757, otra condena a muerte conmovió a la sociedad francesa de mediados del siglo XVIII. En esta ocasión, el suicidio de un adolescente despertó la misma intolerancia religiosa que había alcanzado su culmen en la matanza de san Bartolomé –la madrugada del 24 de agosto de 1572, cuando el enfrentamiento entre católicos y hugonotes (protestantes) tiñó de sangre las calles de la capital– demostrando que, transcurridos dos siglos, aquel fanatismo aún persistía arraigado entre el pueblo a pesar de que el rey Enrique IV de Francia y III de Navarra hubiese tratado de fomentar el respeto a la libertad religiosa mediante la aprobación del Edicto de Nantes, en 1598, para que se permitiera a los de la llamada Religión Reformada, practicar y continuar el ejercicio de ésta en todas las villas y lugares sometidos a nuestra obediencia. A diferencia de otros casos tan extremos que se produjeron en aquel contexto –como los de Pierre-Paul Sirven, el conde de Lally o el caballero de La Barre, ejecutados mediante atroces muestras de tortura– el asesinato de Calas, cometido en Toulouse con la espada de la justicia, el 9 de marzo de 1762 fue, en palabras del escritor François-Marie Arouet, Voltaire, uno de los acontecimientos más singulares que merecen la atención de nuestra época y de la posteridad; tan singular, que el autor decidió librar su propia batalla contra el fanatismo y la violencia publicando su célebre ensayo Tratado sobre la tolerancia [Traité sur la tolérance], en 1763, para que se revisara el proceso:

Jean Calas, de sesenta y ocho años de edad, ejercía la profesión de comerciante en Toulouse desde hacía más de cuarenta años y era considerado por todos los que vivieron con él como un buen padre. Era protestante, lo mismo que su mujer y todos sus hijos, excepto uno, que había abjurado de la herejía y al que el padre pasaba una pequeña pensión. Parecía tan alejado de ese absurdo fanatismo que rompe con todos los lazos de la sociedad, que había aprobado la conversión de su hijo Louis Calas y tenía además desde hacía treinta años en su casa una sirviente católica ferviente que había criado a todos sus hijos.

Uno de los hijos de Jean Calas, llamado Marc-Antoine, era hombre de letras: estaba considerado como espíritu inquieto, sombrío y violento. Dicho joven, al no poder triunfar ni entrar en el negocio, para lo que no estaba dotado, ni obtener el título de abogado, porque se necesitaban certificados de catolicidad que no pudo conseguir, decidió poner fin a su vida y dejó entender que tenía este propósito a uno de sus amigos; se confirmó en esta resolución por la lectura de todo lo que se ha escrito en el mundo sobre el suicidio.

Finalmente, un día en que había perdido su dinero al juego, lo escogió para realizar su propósito. Un amigo de su familia y también suyo, llamado Lavaisse, joven de diecinueve años, conocido por el candor y la dulzura de sus costumbres, hijo de un abogado célebre de Toulouse, había llegado de Burdeos la víspera [el 12 de octubre de 1761] cenó por casualidad en casa de los Calas. El padre, la madre, Marc-Antoine su hijo mayor, Pierre, el segundo, comieron juntos. Después de la cena se retiraron a una pequeña sala: Marc-Antoine desapareció; finalmente, cuando el joven Lavaisse quiso marcharse, bajaron Pierre Calas y él y encontraron abajo, junto al almacén, a Marc-Antoine en camisa, colgado de una puerta, y su traje plegado sobre el mostrador; la camisa no estaba arrugada; tenía el pelo bien peinado; no tenía en el cuerpo ninguna herida, ninguna magulladura (…) mientras el padre y la madre sollozaban y derramaban lágrimas, el pueblo de Toulouse se agolpó ante la casa. Este pueblo es supersticioso y violento; considera como monstruos a sus hermanos si no son de su misma religión. Fue en Toulouse (…) donde se hizo el juramento de degollar al primero que hablase de reconocer al gran, al buen Enrique IV (…).

Casimir Destrem | El caso Calas (1879)

Algún fanático de entre el populacho gritó que Jean Calas había ahorcado a su propio hijo Marc-Antoine. Este grito, repetido, se hizo unánime en un momento; otros añadieron que el muerto debía abjurar al día siguiente; que su familia y el joven Lavaisse le habían estrangulado por odio a la religión católica: un momento después ya nadie dudó de ello; toda la ciudad estuvo persuadida de que es un punto de religión entre los protestantes el que un padre y una madre deban asesinar a su hijo en cuanto éste quiera convertirse. Una vez caldeados los ánimos, ya no se contuvieron.

(…) El señor David, magistrado de Toulouse, excitado por estos rumores y queriendo hacerse valer por la rapidez de la ejecución, empleó un procedimiento contrario a las reglas y ordenanzas. La familia Calas, la sirviente católica, Lavaisse, fueron encarcelados. (…) Trece jueces se reunieron diariamente para sustanciar el proceso. No se tenía, no se podía tener prueba alguna contra la familia; pero la religión engañada hacía veces de prueba. Seis jueces persistieron mucho tiempo en condenar a Jean Calas, a su hijo y a Lavaisse al suplicio de la rueda, y a la mujer de Jean Calas a la hoguera. (…) Parecía imposible que Jean Calas, anciano de sesenta y ocho años, que tenía desde hacía tiempo las piernas hinchadas y débiles, hubiese estrangulado y ahorcado él solo a un hijo de veintiocho años, de una fuerza superior a la corriente; era absolutamente preciso que hubiese sido ayudado en esta ejecución por su mujer, por su hijo Pierre Calas, por Lavaisse y por la criada (…). Pero esta suposición era también tan absurda como la otra: porque, ¿cómo una sirviente que era fervorosa católica habría podido tolerar que unos hugonotes asesinasen a un joven criado por ella para castigarle de amar la religión de aquella misma sirviente? ¿Cómo Lavaisse habría venido expresamente de Burdeos para estrangular a su amigo, de quien ignoraba la pretendida conversión? ¿Cómo una madre amante habría puesto las manos sobre su hijo? ¿Cómo todos juntos habrían podido estrangular a un joven tan robusto como todos ellos, sin un combate largo y violento, sin gritos espantosos que habrían alertado a toda la vecindad, sin golpes repetidos, sin magulladuras, sin ropas desgarradas?

Era evidente que, si se había podido cometer el parricidio, todos los acusados eran igualmente culpables, porque no se habían separado ni un momento; era evidente que no lo eran; era evidente que el padre solo no podía serlo; y, sin embargo, la sentencia condenó sólo a este padre a expirar en la rueda. El motivo de la sentencia era tan inconcebible como todo lo demás. Los jueces que estaban decididos a condenar al suplicio a Jean Calas persuadieron a los otros de que aquel débil anciano no podría resistir el tormento y que, bajo los golpes de sus verdugos, confesaría su crimen y el de sus cómplices. Quedaron confundidos cuando aquel anciano, al morir en la rueda -en la place Saint-Georges- tomó a Dios por testigo de su inocencia y le conjuró a que perdonase a sus jueces.
 
Daniel Chodowiecki | Calas se despide de su familia (1767)

Se vieron obligados a dictar una segunda sentencia, que se contradecía con la primera, poniendo en libertad a la madre, a su hijo Pierre, al joven Lavaisse y a la criada; pero al hacerles notar uno de los consejeros que aquella sentencia desmentía a la otra, que se condenaban ellos mismos, que habiendo estado siempre juntos todos los acusados en el momento en que se suponía haberse cometido el parricidio, la liberación de todos los sobrevivientes demostraba indefectiblemente la inocencia del padre de familia ejecutado, tomaron entonces el partido de desterrar a Pierre Calas, su hijo.

(…) Le fueron quitadas las hijas a la madre, encerrándolas en un convento. Esta mujer, casi regada por la sangre de su marido, que había tenido a su hijo mayor muerto entre los brazos, viendo al otro desterrado, privada de sus hijas, despojada de todos sus bienes, se encontraba sola en el mundo, sin pan, sin esperanza, muriendo de los excesos de su desgracia (…). Llegó a París a punto de expirar. Quedó asombrada al verse acogida, al encontrar socorros y lágrimas.

En París la razón puede más que el fanatismo (...) mientras que en provincias el fanatismo domina siempre a la razón. El señor de Beaumont, célebre abogado del parlamento de París, tomó primero su defensa y redactó una consulta que fue firmada por quince abogados. El señor Loiseau, no menos elocuente, compuso un memorial en favor de la familia. El señor Mariette, abogado del tribunal, escribió un recurso jurídico que llevó la convicción a todas las mentes. Estos tres generosos defensores de las leyes y la inocencia renunciaron en favor de la viuda al beneficio de las ediciones de sus alegatos. París y Europa entera se conmovieron y pidieron justicia juntamente con aquella mujer infortunada. La sentencia fue pronunciada por todo el público mucho antes de que pudiera ser dictada por el tribunal.

El 4 de junio de 1764, el Consejo del Rey casó la sentencia condenatoria del juzgado tolosano y el 9 de marzo de 1765 el monarca rehabilitó la honorabilidad de la familia Calas, concediéndoles una pensión. Desde entonces, suele considerarse a Voltaire como el primer escritor francés que se implicó en un proceso judicial sin ser parte en él. Un siglo más tarde, en 1898, otro autor, Émile Zola, vivió una situación análoga con el caso Dreyfus y su célebre carta titulada Yo acuso.

Cita: VOLTAIRE. Tratado sobre la tolerancia. Madrid: Santillana, 1997, pp. 13 a 18.

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