viernes, 15 de junio de 2012

El libro octavo de las Leyes de Manú

Durante el siglo XIX, las autoridades británicas que dominaban la India divulgaron en Occidente el Manava Darma Sastra; un ancestral código de leyes escrito en sánscrito que los hinduistas atribuían al primer hombre que –de acuerdo con sus creencias– habitó la Tierra tras sobrevivir al diluvio universal: Manú. Los expertos aún no se han puesto de acuerdo a la hora de fechar estas normas pero la mayoría datan este cuerpo normativo entorno al siglo XIII. En su interior, junto al famoso sistema de castas y sus ocupaciones, los doce capítulos de este compendio legal establecen numerosas reglas sobre temas tan diversos como el karma y la reencarnación o las obligaciones de los reyes. Desde el punto de vista jurídico, las 420 disposiciones de su libro octavo son uno de los contenidos más interesantes al regular la normativa civil y criminal –salvando las distancias– como si fueran dos leyes de enjuiciamiento de aquella época.

Para examinar los asuntos judiciales, el rey debía acudir a la Corte de Justicia, humildemente, acompañado de sus brahamanes y consejeros, para decidir, una tras otra, sobre las causas que se le planteaban, atendiéndolas con razones que derivasen de los libros de leyes revelados así como de las normas particulares de las clases y provincias, de los reglamentos de las compañías de mercaderes y de las costumbres de las familias. Metafóricamente, la ley 44 representa que, para que el rey llegue al verdadero fin de la justicia, deberá comportarse como un cazador que, siguiendo la huella de las gotas de sangre, llega al refugio de la bestia salvaje que ha herido. En este caso, las huellas serían sus cuerdos razonamientos.

El libro octavo establece a quién no puede citarse como testigo (ni actores, estudiantes, niños, ancianos, locos, hambrientos, enamorados o ladrones) salvo que se trate de un crimen, entonces, el que ha visto el hecho, quienquiera que sea, debe dar testimonio en presencia de dos partes. De igual forma, tampoco se examinaba escrupulosamente la competencia de los testigos en caso de violencia, robo, adulterio, injuria o malos tratos (69 y 72). La injuria se penaba con el corte de la lengua, hundiendo en la boca del culpable un estilete de hierro quemante de diez dedos de largo o vertiéndole aceite hirviente en la boca y las orejas; el adulterio con mutilaciones deshonrosas y el destierro; el rapto era motivo de pena capital y la ley distinguía entre latrocinio (tomar una cosa por la fuerza a la vista de su propietario) y robo (en su ausencia). Asimismo, también incluía multas (por maldecir a un familiar) y por dañar a los grandes árboles o golpear a los animales, donde este texto de hace 2.400 años fue pionero.

La norma 125 especifica los lugares en los que se puede infligir una pena corporal a los hombres: vientre, lengua, manos, pies, ojos, nariz, orejas, etc.; pero, en estos casos, el rey debía ser muy cuidadoso de no establecer ningún castigo injusto que le quitaría la fama durante la vida y la gloria después de la muerte. Para reprimir al hombre perverso, el soberano puede emplear –además de las mencionadas penas corporales– otros dos medios: la detención y el uso de grilletes. Aunque, una vez castigado el delincuente, cuando muera, irá derecho al cielo, libre de mancha y tan puro como las gentes que hicieron buenas acciones.

1 comentario:

  1. Yo represento los intereses de los ciudadanos en el campo de la técnica y están muy interesados en tal libro. Ellos ayudan a ver el mundo con otros ojos derechos. abogados de Miami

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