En cierta ocasión, la poetisa malagueña María Zambrano escribió que vivir es encontrar en el infierno de cada instante la huella del paraíso perdido; una huella que identificó con la añoranza y la búsqueda de nuestros orígenes. Dos siglos antes, ese fue el camino que emprendió el filántropo Granville Sharp, a finales del XVIII, para que los esclavos liberados en las colonias inglesas tuvieran un lugar donde vivir. Nieto del arzobispo de York e hijo de un archidiácono, el joven Granville abandonó su ciudad natal -Durham- para instalarse en la clínica de su hermano William en Londres, donde el doctor Sharp pasaba consulta gratuita a los más necesitados. Así fue como le cambió la vida en 1765: Jonathan Strong, un joven esclavo negro, llegó a su puerta molido a palos; su amo, David Lisle, le había golpeado –una y otra vez– con la culata de su revólver, dejándolo tirado en la calle y dándole por muerto. El herido estuvo cerca de dos años recuperándose en casa de los Sharp hasta que su antiguo propietario, Lisle, se enteró y decidió secuestrarlo para revenderlo por 30 libras esterlinas al dueño de una plantación en Jamaica, James Kerr. Viéndose en peligro, el esclavo recurrió de nuevo a los Sharp y éstos pidieron clemencia al Alcalde de Londres quien decidió que si Strong no había cometido ningún delito, debía ser puesto en libertad. Como resultado, el nuevo amo demandó a los hermanos en los tribunales ingleses mientras el antiguo los retó a batirse en duelo; al final, el litigio se resolvió por si mismo cuando el infeliz esclavo murió, con apenas 25 años, a consecuencia de las secuelas de aquella paliza. Fue entonces cuando Granville Sharp decidió dedicar su vida a luchar contra la trata de esclavos.
En 1769 escribió el mayor trabajo abolicionista que se había publicado en inglés hasta aquel momento, inició una dura lucha legal para impedir que la condición de esclavo en las colonias británicas se mantuviese también al llegar a la metrópoli y emprendió numerosas acciones en los juzgados contra los traficantes que secuestraban a los esclavos para llevarlos a las plantaciones de América; pero la Historia le recuerda, especialmente, por su colaboración en el proyecto de Sierra Leona.
En la década de 1780 a 1790, la Guerra de la Independencia entre el Reino Unido y sus 13 ex colonias norteamericanas produjo una consecuencia inesperada en las calles de Londres: se llenaron de esclavos negros liberados. Para tratar de dar alguna solución a esta presencia, cada vez más numerosa, Henry Smeathman y Jonas Hanway tuvieron la idea de comprar –se dice que por 60 libras– 250 km² del territorio de varias tribus en la costa de África que los navegantes portugueses habían bautizado como Sierra Leona. Con el apoyo incondicional de Sharp –que reunió el dinero suficiente para financiar aquel proyecto, tan idealista, de crear una sociedad democrática de agricultores basada en el honor, donde cada miembro de la comunidad se responsabilizara de sus propios actos– en 1787, se instalaron allí cerca de 400 colonos –todos, antiguos esclavos– de los que, en cinco años, apenas sobrevivió 1 de cada 6 por culpa de las enfermedades, el clima y las luchas internas por el poder.
A pesar de las dificultades, el proyecto siguió adelante y, en 1797, se fundó la nueva capital de esta colonia, Granvilletown, en honor al apellido de este filántropo que falleció poco tiempo después; un homenaje que, sin embargo, se olvidó muy pronto y la capital pasó a llamarse como en la actualidad: Freetown (Ciudadlibre).
Cuando finalmente se abolió la esclavitud en la metrópoli –en 1807– Inglaterra decidió devolver a sus antiguos esclavos a África y creó, junto a aquella colonia, un protectorado que acabó independizándose en 1961. Desde entonces, Sierra Leona ha sufrido los mismos males endémicos de todo el continente: Los criollos que habían sido esclavos se consideraron superiores a las tribus nativas y acapararon el poder hasta que se desató una guerra civil y los golpes de Estado se fueron sucediendo hasta la actualidad. Un final desalentador para un país que no supo encontrar la huella de su paraíso.
A pesar de todo, muy cerca de allí, se trató de repetir aquel proyecto. La American Colonization Society compró tierras en la Costa del Pimentón en 1822 para que los esclavos afroamericanos liberados en los EE.UU. pudieran regresar a la tierra de sus antepasados. Bajo el lema El amor por la libertad nos trajo aquí se creó un nuevo Estado que sobrevivió a la rebatiña europea del continente durante el siglo XIX y que, en recuerdo a su origen, se llamó Liberia. Fue el primer país africano que tuvo una Constitución pero de poco le sirvió cuando terminó cayendo –también– en la dinámica de las luchas fraticidas de las que, sólo ahora, parece que empieza a levantar cabeza.
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